No en vano Dios no quiso hacer en el primer instante el mejor mundo de todos los posibles, ni la creación salida de sus manos era ya plenamente perfecta. Dios creó un mundo en vía de perfección y puso al hombre, varón y mujer, en el jardín para bendecirlo y encomendarle la guardia y custodia de todo lo creado. Con su providencia que es como una creación continua sostiene esta obra hasta llevarla a su consumación. Para eso ha querido que el hombre sea colaborador necesario en esta obra. Ahora somos responsables del mundo.

Cuando el hombre olvida esta misión y reniega de su vocación poniendo todo su interés en sí mismo, entonces se repliega y encorva, deja de mirar frontalmente, a los ojos del otro. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano? se pregunta el homicida Caín cuando Dios le pregunta por Abel, inocente.

Pero Cristo ha venido a devolver a los hombres la verdadera luz para que nuestros ojos puedan volver a ver. Ahora nos descubrimos como hermanos, no como rivales. Él nos ha revelado que la grandeza del hombre se manifiesta en que puede hacerse pequeño y escoger el último lugar haciéndose el servidor de todos.

Por eso pocas cosas hay tan poco cristianas como la obsesión de nuestro tiempo por el bienestar y el confort. En pleno mes de agosto cuando en no pocas ocasiones estamos más preocupados en ser servidos que en servir; en derrochar tiempo y dinero en placeres que nos satisfacen en lo inmediato pero nos dejan secos y vacíos a más largo plazo; Jesús nos habla de  la responsabilidad que tenemos de todo lo que se nos ha dado.

A veces obramos como si fuéramos dueños y en realidad somos unos simples administradores, unos servidores del único Señor. Y a un servidor se le pide básicamente dos cosas: diligencia que vienen del verbo latino “diligere” que significa amar, y fidelidad, es decir que sea obediente más que auto referencial.

Dios nos ha dado un montón de talentos para que los hagamos crecer y multiplicar para gloria suya y bien de los demás hombres, nuestros hermanos. No se nos ha dado nada para que nos creemos falsas seguridades ni mucho menos para que nos dedicamos a la vida cómoda.

Por eso qué bien nos hace reconocer que no podemos presumir de poseer lo que en realidad se nos ha regalado. ¿Qué tienes que no se te haya dado?, dice San Pablo, y si se te ha dado ¿de qué te glorias?

Más bien se nos ha dado todo como medio para alcanzar el verdadero fin. Como diría San Ignacio en el “principio y fundamento” de los ejercicios espirituales:  “las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden”.

Si tenemos más, seremos también más responsables de los demás. Ese es el tesoro del cielo. En eso consiste ser rico ante Dios y no ante los hombres. Esto es lo que nadie puede arrebatar ni el tiempo puede estropear.

Los cristianos hemos recibido algo precioso, lo más valioso que se puede tener: el conocimiento y la fe en Jesucristo. Pero también esto se nos ha dado para que llegue a todos. La elección de Dios no es caprichosa ni arbitraria. Pero tampoco es un privilegio del que podamos presumir. Más bien es una responsabilidad grande de la que se nos va a pedir cuentas.

Vivamos en estado permanente de vigilancia para no caer en el sopor del bienestar alienante. Que el Señor nos encuentre puestos al servicio de su Reino y de los hombres. La promesa no puede ser más atractiva: “Él mismo se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo”.

Vivamos como el centinela que guarda la ciudad en la noche y espera ansioso la aurora. Responsables del todo.