San Pablo, justificando su proceder cuando estuvo en Tesalónica, explica: “podíamos haberos hablado con autoridad; por el contrario, nos portamos con delicadeza entre vosotros, como una madre que cuida con cariño de sus hijos”.

Nos viene como anillo al dedo para la memoria que celebramos hoy: Santa Mónica, madre del gran Agustín de Hipona, cuya fiesta celebraremos mañana. La grandeza del hijo es fruto de la piedad de la madre, quien, conociendo sus grandes dotes, lloraba por los desatinos de su vida, pero en vez de caer en la desesperación, rezó por él largos años con tal de verle bautizado en la iglesia católica. Para alegría de la madre, dicho acontecimiento ocurrió en Milán la noche del 23 al 24 de abril, en la vigilia pascual del año 387. El celebrante, el obispo San Ambrosio, fue quien personalmente había impartido las catequesis a Agustín. Dos grandes santos de una talla descomunal. ¡Qué época!

De regreso a Cartago, al norte de África, la madre ya había cumplido sus sueños y poco deseaba estar ya en este mundo: había conseguido con su oración y sacrificio la conversión de su marido y de sus hijos. De hecho, murió en el puerto de Roma, Ostia Tiberina, mientras esperaba cruzar el mediterráneo de regreso al norte de África.

Reconozco que tengo debilidad por santa Mónica. Como sacerdote, me toca escuchar cientos de historias similares de esposas madres que piden al Señor una vida buena para sus maridos e hijos. Y cuando se tuercen, la madre sufre igual o más que el hijo, y la esposa que el esposo. En el caso de los hijos, debe ser el cordón umbilical; las madres tienen un sexto sentido que nunca termina de asombrarme. Y cuando se une a una vida de honda piedad, en el sentido sobrenatural, una madre piadosa, sacrificada y virtuosa puede llegar a tener la mirada de que nos describe hoy el salmo responsorial: nos sondea y nos conoce; sabe lo que vamos a decir antes de que lo digamos; nos estrecha con su ternura y firmeza a la vez.

Hoy quizá es un día para que pienses en tu santa Mónica particular y le des muchas gracias al Señor. Quizá sea tu madre, o una tía, o una hermana, o una amiga… Alguien que ha rezado mucho, mucho por ti. Y seguro que sigue haciéndolo.

En el oficio de lecturas se lee hoy el relato de la muerte de santa Mónica, relatado por su mismo hijo.

 

Segunda lectura del Oficio del lecturas – Santa Mónica
De las Confesiones de san Agustín, obispo (Libro 9, 10, 23–11, 28: CSEL 33, 215-219)

Cuando ya se acercaba el día de su muerte -día por ti conocido, y que nosotros ignorábamos-, sucedió, por tus ocultos designios, como lo creo firmemente, que nos encontramos ella y yo solos, apoyados en una ventana que daba al jardín interior de la casa donde nos hospedábamos, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de la multitud, nos rehacíamos de la fatiga del largo viaje, próximos a embarcarnos. Hablábamos, pues, los dos solos, muy dulcemente y, olvidando lo que queda atrás y lanzándonos hacia lo que veíamos por delante, nos preguntábamos ante la verdad presente, que eres tú, cómo sería la vida eterna de los santos, aquella que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre. Y abríamos la boca de nuestro corazón, ávidos de las corrientes de tu fuente, la fuente de vida que hay en ti. Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas mismas palabras; sin embargo, tú sabes, Señor, que, cuando hablábamos aquel día de estas cosas, y mientras hablábamos íbamos encontrando despreciable este mundo con todos sus placeres, ella dijo: «Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?». No recuerdo muy bien lo que le respondí, pero al cabo de cinco días o poco más cayó en cama con fiebre. Y, estando así enferma, un día sufrió un colapso y perdió el sentido por un tiempo. Nosotros acudimos corriendo, mas pronto recobró el conocimiento, nos miró, a mí y a mi hermano allí presentes, y nos dijo en tono de interrogación: «¿Dónde estaba?» Después, viendo que estábamos aturdidos por la tristeza, nos dijo: «Enterrad aquí a vuestra madre». Yo callaba y contenía mis lágrimas. Mi hermano dijo algo referente a que él hubiera deseado que fuera enterrada en su patria y no en país lejano. Ella lo oyó y, con cara angustiada, lo reprendió con la mirada por pensar así, y, mirándome a mí, dijo: «Mira lo que dice». Luego, dirigiéndose a ambos, añadió: «Sepultad este cuerpo en cualquier lugar: esto no os ha de preocupar en absoluto; lo único que os pido es que os acordéis de mí ante el altar del Señor, en cualquier lugar donde estéis». Habiendo manifestado, con las palabras que pudo, este pensamiento suyo, guardó silencio, e iba luchando con la enfermedad que se agravaba.