Comentario Pastoral

AUMENTAR LA FE

Hemos de reconocer que somos hombres de poca fe, que es necesario acrecentarla, hacerla más auténtica y personal, purificada de desviaciones, centrada en Dios. En un mundo en que muchos alardean de incredulidad y agnosticismo, los discípulos de Jesús han de acrecentar la luz de la fe, para liberarse de tantas tinieblas desconcertantes, que desdibujan y difuminan el verdadero rostro de Dios. El creyente experimenta una liberación interior cuando por medio de la fe en Jesús descubre la verdadera clave para entender la historia y la vida propia.

La fe no es ceguera irracional, sino visión lúcida; no es evasión, sino cercanía; no es pasividad, sino confianza. Cuando solamente se ven a nuestro alrededor cosas limitadas, caducas y naturales, ¿se puede creer en lo infinito, en lo eterno, en lo sobrenatural? La fe no es un sentimiento, sino una actitud de todo el ser. El principal enemigo de la fe es la complacencia en el conocimiento, en la curiosidad y la crítica. La fe germina por sí sola con la gracia de Dios cuando no se lo impedimos.

¿Se puede tener fe cuando existen tantas injusticias, cuando hay tantos graves problemas en el mundo, cuando se alzan tantos gritos contra el hambre, la violencia, la pobreza y el dolor? ¿Se puede creer en Dios, que parece que guarda silencio ante tales situaciones?

El creyente es el que sabe que no puede echar a Dios las culpas de los males del mundo. La fe es voluntad de superar las dificultades, es victoria sobre el mal no por el valor humano, sino por el poder de Dios. Por eso el hombre de fe nunca es fatalista, tiene honda esperanza, lucha y trabaja porque sabe que se puede vencer el mal con el bien, el odio con amor. El crecimiento de la fe y de la vida cristiana necesita un esfuerzo positivo y un ejercicio permanente de la libertad personal.

Creer es saber leer la historia según la óptica de Dios. Creer es recibir una fuerza de vida para que la fe sea apertura a la irrupción de Dios que transforma la vida. Creer es superar una religión economicista que se basa en contraer méritos. Creer es trabajar con empeño y humildad a favor del Reino. Creer es conquistar la serenidad y la infancia del Espíritu.

Andrés Pardo

 

de la Palabra a la Vida

No es una de las mayores preocupaciones de nuestra sociedad hoy. No aparece en las encuestas como algo necesario para nuestra gente, para nuestra vida, como algo que nos quite el sueño. En ese sentido, la fe es una necesidad anacrónica, impropia de gente moderna, de hoy. Hoy se piden otras cosas, se lucha por otras cosas. Y, sin embargo, la insistencia de la Iglesia en pedir esta fe con las lecturas de este domingo es profética: «Auméntanos la fe». Es una petición brusca, recibida de golpe, que nos coge por sorpresa. Igualmente lo hace la respuesta del Maestro. Nuestro tiempo, nuestra gente, nosotros mismos, necesitamos muchas cosas… o no, porque primero necesitamos la fe.

Esta fe debe ser auténtica. Una fe auténtica todo lo puede. Esta fe es la respuesta con la que el hombre acoge la predicación de la Palabra de Dios que nos es proclamada. Esta fe es un elemento dinámico, está llamada a acrecentarse, para lo cual necesita que el hombre «no endurezca el corazón». El recuerdo de aquella escena del pueblo de Israel en Meribá, desconfiando de Dios, y de este, herido por la desconfianza, haciendo brotar agua de la roca, en el desierto, es constante en la historia de la salvación. Dios pone la fe en el corazón del hombre con la misma facilidad que el agua en el desierto.

Pero, a diferencia de entonces, la roca es un ser inerte, que Dios maneja a su antojo, y el corazón del hombre está vivo, necesita que este dé su aprobación, o ni el mismo Dios podrá hacer brotar esas fuentes de vida en su interior. La transformación del corazón de piedra en corazón de carne se realiza de forma progresiva, siempre que el hombre esté por la labor. Por eso, en esa petición «auméntanos», hay un compromiso cada vez mayor del creyente por negarse a sí mismo, por confiarse a Dios.

El poder que nace de ahí es inimaginable. Si es impactante el ejemplo de mover la morera, o de mover montañas, estos no son nada en comparación con la obra maravillosa que Dios realiza en nuestro corazón si nuestra actitud es la adecuada. Esta actitud se ve complementada con la siguiente recomendación del Señor, aparentemente inconexa con la anterior. La fe del discípulo le permite seguir al Señor, y es en su seguimiento donde el discípulo imitará la actitud servicial de su Maestro. Aquel que está «en medio de vosotros como el que sirve», educa a los suyos para que obren de la misma manera. La fe permite acoger esa actitud propia del discípulo, una actitud también sorprendente, pues ni siquiera el cumplimiento de sus deberes hace del discípulo seguro de su salvación. Sólo dirá: «Pobres siervos somos». Así, los discípulos aprenden que la salvación es siempre y exclusivamente obra de la gracia. Igualmente, los discípulos tienen que aprender que la vanagloria humana no tiene sentido. La presunción, la petulancia, ante la obra bien hecha, no es propia del discípulo, que pone toda su confianza, en la misericordia y el amor del Padre.

Cuando el discípulo, cada uno de nosotros, participamos en la liturgia de la Iglesia, no podemos olvidar esta advertencia del Señor: «pobres siervos somos». Nada de lo que recibimos es mérito que nos honra. Todo lo que se nos da es don del amor de Dios, pero crea, eso sí, una fe en nuestro corazón, que nos hace capaces de mover, no una morera o una montaña, sino algo mayor aún: el pecado, que habita en nosotros. Este movimiento es obra de la gracia, y el discípulo ha de mostrarse siempre agradecido. ¿Crezco en mi fe? ¿Cuánto la pido? ¿Acojo humildemente mis aciertos y éxitos, o me dejo engañar por la vanidad, que me hace creer mejor o más digno que otros?

«Auméntanos la fe» es una oración para llevar siempre, ante cualquier tarea, en el corazón; y «pobres siervos somos» es una oración para llevar siempre, tras cualquier tarea, en la vida.


Diego Figueroa

 

Palabra de Dios:

Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4 Sal 94, 1-2. 6-7. 8-9
san Pablo a Timoteo 1, 6-8. 13-14 san Lucas 17, 5-10

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales después de tres ausencias) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante (como sucedió en el Concilio de Agde, del 506). Estos decretos de Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de carácter obligatorio, como cosa del todo obvia.

El Código de Derecho Canónico de 1917 recogía por vez primera la tradición en una ley universal. El Código actual la confirma diciendo que «el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa». Esta ley se ha entendido normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo de la Iglesia Católica. Se comprende fácilmente el motivo si se considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.

(Dies Domini 47, Juan Pablo II)

 

Para la Semana

Lunes 7:
Bienaventurada Virgen del Rosario. Memoria.

Jon 1,1-2,1.11. Jonás se puso en marcha para huir lejos del Señor.

Salmo: Jon 2,3-5.8. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.

Lc 10,25-37. ¿Quién es mi prójimo?
Martes 8:

Jon 3,1-10. Los ninivitas habían abandonado el mal camino, y se arrepintió Dios.

Sal 129. Si llevas cuentas de los delitos, Señor, ¿quién podrá resistir?

Lc 10,38-42. Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor.
Miércoles 9:

Jon 4,1-11. Tú te compadeces del ricino, ¿y no me he de compadecer yo de Nínive, la gran ciudad?

Sal 85. Tú, Señor, eres lento a la cólera y rico en piedad.

Lc 11,1-4. Señor, enséñanos a orar.
Jueves 10:

M 3,13-20a. Mirad que llega el día, ardiente como un horno.

Sal 1. Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor.

Lc 11,5-13. Pedid y se os dará.
Viernes 11:
Santa María Soledad Torres Acosta, virgen. Memoria.

Jl 1,13-15;2,1-2. El Día del Señor, día de oscuridad y negrura.

Sal 9. El Señor juzgará el orbe con justicia.

Lc 11,15-26. Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, es que el reino de Dios ha llegado a vosotros.
Sábado 12:
Bienaventurada Virgen María del Pilar. Fiesta

1Cron 15,3-4.15-16;16,1-2. Llevaron el Arca de Dios y la colocaron en el centro de la tienda que David le había preparado.

O bien:

Hch 1,12-14. Perseveraban unánimes en la oración, junto con María, la Madre de Jesús.

Sal 26. El Señor me ha coronado, sobre la columna me ha exaltado.

Lc 11,27-28. Bienaventurado el vientre que te llevó.