¡Cómo cambia la manera de vivir el día que nos damos cuenta de que nada nos pertenece del todo en propiedad! Cuando descubrimos que estamos aquí de paso y que, por tanto, lo que recibimos un día se nos quitará otro día no muy lejano. No nos llevaremos nada de este mundo mortal. Por eso, lo más inteligente es no distraernos en lo que pasa y tiene fecha de caducidad sino enfocarnos en aquello que no pasará nunca; “el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”, dice el Señor.

Solo Dios es dueño de todo. El mundo le pertenece a Él. Nosotros hemos sido puestos en este jardín para custodiarlo y colaborar con Dios que es el labrador primero y principal de esta historia. Dios no quiso llevar a plenitud su obra en el mundo sin contar con su criatura, el hombre. Le puso en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase. Al varón y a la mujer los bendijo diciendo: “Creced, multiplicaos, henchid la tierra y sometedla”. La irrupción del pecado en la historia hizo que el hombre se revelase contra su Señor y como consecuencia se destruyera la armonía entre los hombres y la creación. Desde entonces el hombre rebelde contra Dios se convierte en una amenaza para su propio hermano al que en realidad debería salvaguardar.

Cristo quiso venir al mundo porque los hombres nos habíamos separado de Dios y no lográbamos entendernos. Él nos abrió los ojos para que viésemos que todos somos hermanos y que Dios es el Padre de todos. Pero el mismo que vino débil y humilde, hecho hombre en el seno de María; vendrá lleno de gloria y poder al final de los tiempos para juzgar a todos los hombres. Entonces cada uno deberemos dar cuentas de nuestra gestión en esta vida y se verá lo que hemos hecho con los dones recibidos y si hemos cumplido fielmente lo que el Señor nos había encomendado. Quedará plenamente de manifiesto si hemos sido buenos administradores de lo ajeno o si nos hemos querido aprovechar y apropiarnos de lo que no nos pertenecía.

Cuando el hombre se cierra a Dios y le da la espalda, se convierte irremediablemente en un lobo, un depredador para el resto de los hombres. Y si además su misión como criado era la de representar a su Señor en la atención a los demás miembros de la servidumbre, entonces se produce un pecado mayor, un auténtico sacrilegio, un acto diabólico. Este es el caso de aquellos miembros de la Iglesia que tenían la misión de cuidar del rebaño y, en vez de eso se han convertido en auténticos lobos que han hecho estragos en el rebaño. Estos son los administradores que el señor puso al frente de su servidumbre para que les repartiera la ración de alimento a sus horas y, en vez de eso se han dedicado a pegar a los criados y criadas, a comer y beber y emborracharse. Esta es la realidad de los abusos por parte de algunos pastores de la Iglesia que se han revelado como lobos con piel de oveja. Esta es la circunstancia más aberrante y humillante para la Iglesia, por la que será castigada con rigor.

A nosotros nos queda el vivir con conciencia de los dones recibidos, de los talentos que se nos han confiado para que los multipliquemos en favor de los demás. Nos corresponde no caer en la tentación de esconder lo que se nos ha dado; no sea que le devolvamos a Dios algo devaluado, algo que ha perdido su interés. Nos queda alegrarnos y sentirnos privilegiados porque se nos confía el cuidado de los demás. Nada hay tan grande como participar en la misma misión de Jesús: “en todo amar y servir”. Por último, nos queda la alegría de hacer sonreír a nuestro Dios que se complace en el siervo fiel y prudente que le ha representado aquí y ahora en este mundo que pasa, como pasan también las pasiones de este mundo. Nos quedará la honda y consoladora convicción de que el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1 Jn 2, 17).