En esta sociedad de Instagram y Facebook todo el mundo se vende a sí mismo creándose una imagen de persona feliz y triunfadora; se trata de causar impacto para ganar seguidores; y aunque sepamos que es “postureo”, puro teatro, y que la realidad verdadera no se muestra tan obscenamente a todos los públicos, el hecho es que la mayoría de los que crecen pendientes de las redes sociales se convierten en unos narcisistas que se creen que son el ombligo del mundo. Es un mal de nuestro tiempo y tiene muchos otros efectos secundarios o daños colaterales. Por ejemplo, muchos se inventan una vocecita interior que les susurra muy convincente: «tú eres especial, no eres como los otros que son más vulgares». Es la típica mentira que Satanás te quiere colocar para que te la tragues sin apenas darte cuenta ni tiempo para reaccionar. La realidad es que todos somos únicos e irrepetibles, pero justamente y a la vez todos somos iguales, no se puede ser completamente original.

El problema se agudiza en el caso de los creyentes. Muchas veces esta imagen falsa que cada uno se crea para sí mismo se convierte ahora en la imagen típica de un altar de veneración o una hornacina decorada con flores y velas, la de un santo más. Y van y se lo creen. Como si por ser cristianos pudiéramos creernos mejores que los otros o andar tan seguros de nosotros mismos. Jesús hoy nos pregunta si creemos que los demás son más pecadores que nosotros porque han padecido algún mal; o si creemos que los demás son más culpables que nosotros y por eso les acaece alguna desgracia. La respuesta es tajante: “os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”.

La realidad es que un cristiano verdadero es uno que ha vuelto a nacer. Ha dejado atrás ese tiempo en que vivía y se creía sus mentiras, tales como: soy autosuficiente, no necesito a nadie, querer es poder, soy una buena persona, y otros muchos topicazos super falsos, y ahora por el contrario reconoce su verdad: no soy nadie sin Dios, necesito que se me ayude, no hago lo que quiero y termino haciendo lo que no quiero, hay mucho que ocultar detrás de la máscara que uso para esconderme, etc. Entre una vida, la primera y otra, la segunda; está el encuentro con Jesucristo y su misericordia.

Solo el encuentro con Cristo que nos ama incondicionalmente puede propiciar que nos quitemos nuestra máscara de santidad y dejemos salir a la luz del sol nuestras miserias y heridas. Porque Él nos ama tal y como somos y tal y como estamos, por eso no tiene sentido tratar de engañarle con nuestras mentiras. En realidad, estaríamos intentando engañarnos a nosotros mismos. Como tampoco tiene sentido que nos conformemos con vivir como vivimos, sin aspirar a ir más adelante o subir más arriba. ¡Ultreya! Gritaba el romero camino de Santiago. ¡Suseya! Respondía el interpelado. Dios nos empuja a llegar más adelante y más arriba.  Porque nos ama como somos, precisamente por eso, nos quiere mejores de lo que somos. Él no se cansa de enseñarnos ni de alimentarnos para que tengamos más vida, vida en abundancia.

De ahí que la parábola del Evangelio de hoy sea en realidad la historia de nuestra vida. Nosotros hemos sido tantas veces esa higuera que no daba fruto y cuyo destino lógico habría sido desaparecer. Que el dueño de la viña nos hubiese hecho pasar a mejor vida, pero no ha sido así, sino todo lo contrario. En esa viña, imagen del Pueblo de Dios en la escritura hay un servidor, el viñador, que ha intercedido antes e intercede ahora y constantemente en nuestro favor: Jesucristo. Por eso estamos donde estamos ahora mismo. Porque el Hijo de Dios ha tenido misericordia de nosotros y año tras año ha pedido al Padre una prórroga de confianza. Por eso y no por otra cosa estamos hoy aquí. Por pura misericordia de Dios. Así que, como dice san Pablo: si hay que presumir, presumiré de lo que muestra mi debilidad (2 Cor 11, 30) y si hay que gloriarse, me gloriaré de dos cosas: de los propios pecados y de Cristo crucificado (Ga 6, 14). Y sólo una cosa cuenta verdaderamente: el encuentro con Cristo que cambia la vida de los cristianos tibios y transforma el rostro de las parroquias y comunidades decadentes. Lo que uno no puede darse a sí mismo, eso es lo que Cristo nos ha regalado por amor. Es un puro don. Por eso, no nos creamos tan especiales como para no tener que cambiar: en esto de la conversión tú no eres la excepción.