Dan ganas de preguntarle esto al fariseo de la parábola. Desde luego con Dios, ya te digo yo que no. A ese hombre le gustaba bastante escucharse y se dedicaba a venderse a sí mismo como si fuera el producto estrella del mercado. Estaba encantado de conocerse. Y no se daba cuenta de que con esa actitud hacía cualquier cosa menos rezar a Dios. Eso es lo que pasa cuando nos dedicamos a intentar ganarnos el cielo con nuestros méritos sin darnos cuenta de que la salvación siempre es un regalo inmerecido. Por muchos méritos que hiciéramos nunca serían suficientes porque el amor no se compra, no habría suficiente dinero en el mundo para hacerlo.

La condición para entrar en el reino de los cielos, la entrada – invitación para el banquete de las bodas del Cordero, consiste en dejarnos revestir por la misericordia divina. Por eso si nos empeñamos en entrar revestidos de nuestra propia justicia, seremos rechazados por no llevar el traje adecuado a la fiesta. Y es que nadie puede ser de Dios y despreciar a sus hermanos. En el reino de los cielos todas nuestras categorías están fuera de lugar; la dignidad de redimidos por la sangre de Cristo es la misma para todos, porque todos hemos pecado. En el apocalipsis se nos describe esa asamblea de los santos: una multitud admirable de toda clase, lengua y nación, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos. Esa vestidura blanca, el vestido bautismal para todos es igual. En el fondo es estar revestidos de Cristo. San Pablo lo dice así: “Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos sois uno solo en Cristo Jesús” (Ga 3, 28). Así sucede el milagro de la comunión y la unidad entre todos los miembros del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Todos los miembros son distintos, pero todos forman un solo cuerpo. Nadie es más que nadie, todos somos necesarios.

El drama del fariseo es doble: por un lado, es claro que se vuelve a casa como vino y, por otro ni siquiera se da cuenta de este hecho. Vive engañado y engañándose a sí mismo. Como nunca salió de sí, su oración no era tal, era un simple monólogo y, por tanto, Dios no podía hacer nada a su favor. Encerrado en su propia torre de vanidad y auto – enaltecimiento se erigía a sí mismo en juez de los demás a los que se atrevía a mirar por encima del hombro y despreciar sin pudor alguno.

Este subió al templo para orar y se encontró que volvía a casa peor que como se fue. ¿Y quién recibió la gracia suplicada? Precisamente aquel que había sido despreciado por ser pecador. ¿Y por qué a este sí se le concede lo que pide: “ten compasión de este pecador” y al otro no? La respuesta es obvia: porque el publicano pedía lo que necesitaba con toda sinceridad y, por su parte, el fariseo ni siquiera pedía nada precisamente porque se sentía pagado de sí mismo; en su arrogancia y engreimiento total se consideraba mucho mejor que el otro. Por eso, porque se enalteció a sí mismo, terminará humillado. La vida se encargará de ello. Y si no… al tiempo.

Señor, te pedimos que no nos permitas engañarnos así, de esta manera tan tonta, porque así nosotros mismos nos estaríamos cavando nuestra propia tumba. No permitas que nos hinchemos como pavos orgullosos por cosas que en realidad no son merito propio, sino un puro regalo de tu amor. Concédenos la gracia de conocer la verdad sobre nosotros mismos y así poder con auténtica humildad agradecer todo lo que nos viene dado como procedente de tu mano generosa.