No está de moda hablar con profundidad de la muerte: está de moda hacer fiesta con ella, disfrazándose de negro, pintándose la cara, colgando esqueletos, llenando todo de telarañas y vaciando calabazas para meter velas que iluminen unas facciones terroríficas. Fuera de esta omnipresente «perfomance» importada, afrontar el asunto de la muerte es tema tabú, da yuyu. La cultura actual no nos prepara para el término de nuestra vida. No es de extrañar. El relativismo de las costumbres y pensamientos de fondo, anestesiado por una sobredosis de consumismo, por un lado, y la religión «prêt-à-porter» (a medida de cada uno) instalada incluso en la conciencia de muchos cristianos, por otro, hace que las preguntas sobre qué pasará mañana no vayan más allá de una preocupación terrenal sobre el amor, el dinero o la salud corporal. Ya lo decía la profetisa Cristina y los Stop: “Tres cosas hay en la vida: salud, dinero y amor”.

Lo dicho hasta ahora es el bastidor necesario para anclar en él algunas enseñanzas de las bellas lecturas de hoy, de las que intentaremos sacer un jugo sustancioso que ilumine nuestra vida. Prestamos atención a tres aspectos:

  • El jueves pasado vimos que «en la vida y en la muerte, somos del Señor». Esto no evita que muramos aquí en la tierra, pero nos asegura que la muerte ya no tiene dominio sobre nosotros, no tiene la última palabra, no es el final de la existencia, un vacío sin sentido de nada. Si permanecemos fieles al Señor seremos glorificados del mismo modo que ha sido glorificado su cuerpo después de estar tres días en el sepulcro. Los cristianos creemos firmemente que la muerte es la puerta que nos abre Cristo desde el otro lado. Entonces le veremos cara a cara, a quien hemos recibido en esta tierra miles de veces en el sencillo don del pan de la eucarística. Un cristiano que vive en gracia y que muere en gracia, da un abrazo a Cristo resucitado. Ese es el juicio particular, que cada persona afronta en la hora de su muerte.
  • La verdad sobre la resurrección de la carne, como afirmamos en el Credo, aparece al final del Antiguo Testamento en el libro de los Macabeos. Y es revelado en boca de unos niños martirizados. El relato de cómo los van eliminando uno a uno, en presencia del resto de la familia es espeluznante. Pero su fe es más sólida que un planeta macizo hecho de grafeno. Pequeños por fuera, gigantes por dentro. Ganas tengo de conocer a esos personajillos, cuando llegue el día glorioso de la resurrección de los muertos. En su martirio, el Señor les dio “fuerza para toda clase de palabras y obras buenas”. Y, entregando su vida al Señor de la justicia, esperaron de lleno la recompensa merecida de la inmoralidad. Cada niño entrega su vida a Dios, creyendo firmemente que, al despertar en aquel día glorioso, al final de los tiempos, se saciarían del semblante del Señor. No lo conocieron personalmente en vida, pero esperaban ya al Mesías: Cristo resucitado y glorioso, el Señor de la nueva creación. Esta fe en la resurrección de la carne fundamenta la práctica de los enterramientos en camposanto.
  • Por último, Jesús entra de lleno en una polémica teológica de su tiempo sobre si habrá resurrección de la carne al final de los tiempos. Hoy día, esa polémica está también en el ambiente. El fragmento del evangelio de hoy no da lugar a dudas: habrá resurrección de la carne al final de los tiempos. Esto encaja perfectamente con el resto de enseñanzas de Cristo, pero sobre todo ilumina el sentido de su misterio pascual: su pasión muerte y resurrección, y el don del Espíritu Santo de los que todo cristiano participa para recibir el don de Dios, la vida divina. No sólo “creemos” en Cristo, sino que “participamos” de Él por el don de la gracia. Esa participación aquí en la tierra no sucede en la vida de cada cristiano de un modo pleno, perfecto y constante: no porque el don de Dios se nos de en menor medida, sino porque nosotros lo recibimos según nuestra propia medida. Sabiendo que el Señor quiere llevarnos a una plenitud real y eterna, es lógico pensar que esta plenitud alcanza su culmen al final. Nuestra transformación en Cristo no puede suceder plenamente en este mundo: sucederá plenamente al final de los tiempos, en la tierra nueva y el cielo nuevo. Pero mientras tanto, Cristo nos va preparando en este mundo: nos alimenta con la eucaristía, nos guía con su palabra, nos perdona en la confesión, nos ilumina en la oración, nos da testimonio a través de la vida de los santos y de tanta gente buena, etc. El Señor no para de actuar, pero nuestra vida en la tierra nunca es perfecta al modo de Dios. Nos prepara, eso sí, para la resurrección final.

Piensa en tu muerte, porque la afrontarás, tarde o temprano. Y no le tengas miedo. Cristo ha resucitado y te lleva de la mano en la vida y en la muerte. Ese paso inevitable no es el final: es dormirse en el Señor, esperando el eterno amanecer, cuando Cristo venga al final de la historia para llenar todo de luz y gloria. Entonces Cristo resucitará tu cuerpo, y con su mano te levantará para que entres pleno y entero, cuerpo y alma glorificados, en el Reino eterno de Dios.