Siendo seminarista, me gustaba mucho una canción que decía algo así como: «y ahora solo quedas tu clavado en una Cruz», y el padre que me acompañaba que sabía de mis sueños juveniles de santidad, por desgracia me he vuelto algo más escéptico con el tiempo, me dijo una tarde de paseo, que eso de la cruz era mucho más que una canción, mucho más que un símbolo y que la cruz pesaba de verdad, ¿cuál es tu cruz me preguntó? Y no supe responder.

Cada vez que escucho el evangelio que la Iglesia nos propone hoy, que hemos cruzado ya el umbral de la cuaresma, me da un cierto escalofrío porque aún hoy me cuesta pronunciar el nombre de mi cruz, me cuesta reconocer mis cruces… La cruz como el trampolín a la gloria, la cruz como el lugar en el que Cristo hace nuevas todas las cosas, la cruz como el árbol de la vida, la cruz como el árbol único en nobleza… pero cuando miro mi vida, cuando miro mis entretelas y mis entresijos, cuando miro mis oscuridades, el temor, la vergüenza y, porque no decirlo, a veces, el llanto, brotan casi sin querer.

Dulcificamos la cruz, la costumbre nos hace que no seamos capaces de verla, la colgamos a nuestro cuello, la ponemos en nuestros cabeceros, pero ya no la vemos… es un drama para el cristiano perder de vista el misterio de la Cruz y es un drama para el seguidor de Jesús perder de vista las propias inconsistencias, es un drama no poner nombre, reconocer, amar la propia cruz y dejarse crucificar con el Maestro.

Ojalá esta Cuaresma hagamos el santo ejercicio de aceptar nuestras cruces y cargar con ellas camino del calvario, y camino de la gloria.