El Evangelio de hoy nos presenta ante una de las cosas más complicadas en la vida: ser coherentes en extremo. De hecho, ninguno de nosotros lo somos, pues cada vez que pecamos estamos fallando a Aquel en quien creemos, con todas las consecuencias para los demás -y para nosotros mismos, ojo- que el mal acarrea.

Pero, precisamente por eso, no podemos pensar en la coherencia de vida como una especie de impecabilidad, pues esto, como decimos, no es posible. ¿Entonces? ¡Muy sencillo! La coherencia la tenemos que ver como la hermana de la conversión: ser coherente no consiste tanto en no caer, sino más bien en luchar con seriedad y gravedad contra el pecado y levantarse inmediatamente en el caso de que se haya producido la caída.

Es por eso que es tan importante el cultivo de las virtudes humanas, que, en el caso del cristiano, siempre han de estar arraigadas en la fe, que lo impregna todo. Y decimos virtudes, que no poses. Ser coherente con la fe no es ser una persona seria en el sentido aburrido de la palabra (cuántas veces habré pensado en que si a Jesús le llamaban comilón y bebedor sería porque debía ser Alguien muy divertido), sino, precisamente, vivir la alegría de la fe.

Pidamos hoy el don de la coherencia de vida, el don de que nuestro sí al Señor sea sí. Así, el mundo verá que es posible vivir sin doblez. !Que resplandezca esa sencillez de vida, tanto material como espiritual, que luchamos por vivir! Que no nos guardemos la vida para nosotros, sino que la entreguemos con serenidad a la voluntad de Dios. Seamos veraces, seamos sinceros. ¡No tengamos miedo a la verdad! De lo contrario, seremos esclavos de nosotros mismos y del qué dirán. Hacerse trampas al solitario es absurdo. No tengamos miedo y seamos simples como Dios es simple: que nuestro sí sea sí y nuestro no sea no.