Pocas cosas hay en la vida que puedan ser tan humillantes como que te digan una de estas frases: “¡uy!, casi lo consigues”; “lástima, pero no has llegado”; “lo importante es participar”; “ya le llamaremos”. ¿Por qué? Porque son maneras diversas y educadas de decirte a la cara “no lo has conseguido”, la constatación de tu fracaso. Así me han sonado siempre las palabras que le dice Jesús al maestro de la ley: “No estás lejos del reino de Dios”. Para buscar un paralelo simpático y tomarnos las cosas con una pizca de humor, que ya va haciendo falta; es como si un chico joven declarase su amor a una chica y ella le respondiera: “no estás lejos de mi corazón”; a parte de dar una respuesta que es una cursilada, lo que le está diciendo la chica es que no tiene mucho que hacer. Y uno piensa: “pues es una lástima, porque objetivamente Jesús y el fariseo dicen básicamente lo mismo. Así que estaría bien saber cuál es el problema». Creo que la cuestión va más o menos por aquí: no es lo mismo decir que sabes nadar y que el agua tiene buena pinta, que lanzarte a la piscina; no es igual. El maestro de la ley coincide con Jesús en algo tan difícil como intentar resumir toda la Ley de Dios con sus mandamientos, normas y tradiciones, en tan solo dos mandamientos; eso ya es en sí un auténtico logro, digno de reconocimiento. El problema es que no basta con saber para querer. El ejemplo más evidente lo tenemos en los ángeles caídos: Satanás y sus compañeros no dudan de la existencia de Dios, ni le desconocen, obviamente, pero no le aman sino todo lo contrario, le odian. Eso pasa también con algunos hombres. Bajo un aparente interés por conocer a Dios, en realidad lo que se esconde detrás de esa apariencia es una cierta rivalidad y el deseo de conocer al enemigo para intentar protegerte de sus ataques y a ser posible llevar tú la iniciativa en el combate.

A veces pensamos erróneamente que, si Dios hiciera más milagros, se manifestara más evidentemente, etc.  solo por eso habría más personas que creerían en él, pero en el Evangelio vemos que sucede exactamente lo contrario. Cuando Jesús hace un gran signo, entonces le sigue una multitud en un primer momento tan enfervorizada , como más tarde desencantada ante la más mínima decepción. Y en el mismo pórtico de su pasión, tan solo unos días antes, Jesús realiza el signo más elocuente ante la presencia de muchos testigos, cuando saca a su amigo Lázaro del sepulcro en el que llevaba cuatro días muerto. Y el resultado no es sino la decisión de acabar con su vida.

Toda esta introducción la hacemos para desenmascarar el engaño que hay detrás de muchas posturas aparentemente tolerantes incluso detrás de esas otras de los que se autodenominan inquietos buscadores de la verdad; cuando en realidad lo que está oculto por detrás de esa máscara es el personaje contrario. Por eso, no basta con estar convencido para ser cristiano, es necesario elegir a Cristo. Cuando mi voluntad libremente se determina por Cristo y la comunidad que él genera a su alrededor, entonces podré decir que soy cristiano. Es como lo que se narra en Las Confesiones de San Agustín que sucedió en julio del 386. Le contaba Simpliciano a Agustín que un tal Victorino, anciano filósofo y sabio, después de investigar en las Sagradas Escrituras le había dicho no en público, sino en privado: “¿sabes que ya soy cristiano? Y Simpliciano le respondió: no te creeré, ni te tendré por cristiano mientras no te vea en la Iglesia de Cristo. Y Victorino, burlándose le replicó, ¿pero es que son las paredes las que hacen a los cristianos? Y es que Victorino temía ofender a los amigos, pero después se hizo fuerte, se avergonzó de su vaciedad y se avergonzó ante la verdad y, de pronto, imprevisiblemente, dijo a Simpliciano: ¡Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano!

Lo mismo pasa con el amor; no basta escribir una tesis doctoral sobre el amor para saber de verdad lo que el amor es. Hay que determinarse libremente por el amor. Y para eso es fundamental reconocer que uno tiene una capacidad muy limitada para amar, y que antes que poder dar, tiene que poder recibir. Ese es el sentido que tiene el orden en estos dos mandamientos que Jesús declara como principales.El orden de los factores, aquí sí, altera el producto. Es necesario comenzar acogiendo el amor que viene de lo alto, que viene de Dios. Solo en la medida en que yo recibo de Dios el amor, podré ofrecérselo a los otros como un don. Algunos han cuestionado si se puede amar a Dios directamente, si Dios cae dentro de nuestro campo de actuación. Quien hace esta pregunta se acusa a sí mismo porque pone de manifiesto que no ha tenido una experiencia del amor de Dios. Cuando se tiene esta experiencia uno siempre reconoce que Él nos ha amado primero. Y si podemos responder a Dios es porque Él toma la iniciativa antes. Una vez que Dios colma nuestro corazón y nos libera de las dependencias, adicciones y toda clase de afecciones desordenadas, entonces y solo entonces, podemos amar en libertad nosotros. Nuestro amor será real y por tanto un don que se ofrece de manera incondicional, un amor que de suyo es duradero porque es sobre todo verdadero. El que es feliz puede dar felicidad a los otros, como el que tiene amor puede desprenderse de él en favor de los otros. No así el que está movido más por la necesidad que por la generosidad. Me parece que detrás del fenómeno del voluntariado y otras maneras de servir a la comunidad, muchas veces lo que se esconde es una necesidad de afecto o de reconocimiento. Ese amor no es del todo gratuito, exige acuse de recibo, y espera, mejor, exige correspondencia. Pero hemos sido hechos por amor y para amar. Con una amor desbordante, generoso, gratuito, sin medida… El que siempre podemos recibir acudiendo a su fuente, el corazón de Jesús.

En este viernes ponemos los ojos en el crucificado y nos acercamos como María y Juan a su costado abierto para contemplar el abismo de su misericordia, para beber de la fuente de la salvación, su corazón traspasado por la lanza del pecado, su corazón roto por amor. Acerquémonos sin miedo. «Venid a mí los cansados y agobiados». ¿Vamos a quedarnos «cerca» de su corazón? sería una lastima, la verdad. No nos quedemos «cerca» del reino de Dios, como el letrado. Sumerjámonos en el abismo de su amor, en su sagrado corazón.