Durante todo este año litúrgico en el que estamos leyendo el Evangelio de Mateo, al llegar a la cuaresma, escuchamos estos pasajes del Evangelio de san Juan que nos ayudan a prepararnos para renovar nuestro bautismo en la vigilia Pascual, y nos permiten también acompañar a los catecúmenos que van caminando hacia la recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana. Según esto, el domingo pasado nos acercamos a Jesús como el agua viva en el diálogo con la Samaritana, hoy contemplamos a Jesús como la luz del mundo y, el próximo domingo, con la resurrección de Lázaro, completaremos este tríptico reconociendo a Jesús como aquel que es la resurrección y la vida.

“Yo soy la luz del mundo” dijo, y escupiendo en el suelo, hizo barro con el polvo para hacer un gesto, el milagro de dar la luz a los ojos de un ciego de nacimiento. Los discípulos, según la mentalidad de aquella época, le preguntaron quién había pecado para que naciera ciego. Qué horrible visión de las cosas. Desde luego, absolutamente incompatible con la realidad del Dios, Padre de Jesucristo.  Pues precisamente, el Hijo ha venido a manifestar la gloria de Dios y a manifestar su poder salvando a los hombres, no a buscar culpables ni a hacer más daño aún.  ¡Qué difícil es que los hombres crean mientras nosotros no les revelemos el verdadero rostro de Dios, el abismo de misericordia que hay en el corazón de Cristo, su amor infinito por nosotros!

Es verdad que sufrimos por nuestros errores, pero no como un castigo divino sino por el simple hecho de que nuestros pecados tienen consecuencias y ya lo dice el refrán popular, “en el pecado tienes la penitencia”.  Si el hijo menor del padre bueno de la famosa parábola se va de casa y se muere de hambre, y pasa toda clase de penurias; la culpa no es del padre, la culpa es del que se fue de casa y, de hecho, cuando vuelve a casa no hay ni una sola palabra de reproche, lo único que hay es besos y abrazos, y un banquete de fiesta. Dios está de nuestro lado, Dios está sufriendo por nosotros, Dios está sufriendo con nosotros. Somos nosotros los que con nuestra dureza de corazón nos herimos, nos hacemos daño y nos destrozamos: la vida, la familia, la sociedad y la naturaleza. Es nuestro pecado: la dureza de nuestro corazón. Jesús lo dice claramente: “eso fue por la dureza de vuestro corazón, pero al principio no fue así”. Esta dureza se muestra patentemente en el evangelio de hoy. Hay que ser ciego para no querer reconocer como algo extraordinario el hecho de que uno que ha sido ciego desde su nacimiento, ahora vea. No querían creer, estaban duros como piedras. Y ¿qué contrapone Jesús frente a las piedras? Jesús lo que ofrece es barro. Por eso hemos empezado antes por ahí. Del barro fuimos modelados, Dios nos creó del barro original; y nosotros desde entonces llevamos impresa la imagen de su Hijo, y esta es nuestra mayor dignidad, y nos dio la semejanza divina, esa que hemos recibido por la acción del Espíritu en nosotros. Lo que ocurre es que cuando nos salimos de las manos de Dios, esas manos que permanentemente nos quieren modelar para hacer de nosotros una obra espléndida de la gracia;  cuando salimos de esas manos pensando que no nos dejan crecer o  que nos quitan algo de lo que anhelamos, entonces, seducidos y engañados nos ponemos en otras manos que nos deforman, que nos estropean, nos endurecemos profundamente, nos volvemos como piedras y por eso necesitamos volver a Dios y pedirle: “No abandones la obra de tus manos”. Y eso es exactamente lo que hace Jesús con el ciego, hace barro, se lo coloca en los ojos y le dice: “vete a lavar en la piscina de Siloé”. Dice el evangelista: “fue, se lavó y volvió con vista”.

En este gesto los hijos de la Iglesia reconocemos una imagen y un anticipo de lo que es el bautismo cristiano: vamos con nuestra ceguera, vamos con nuestra incapacidad para reconocer la realidad tal y como es, sin ver a Dios y, cuando salimos del agua, hemos recibido esta luz de la fe. Y con la fe vemos la realidad completa, también con esa “cuarta dimensión” que es la más importante, la dimensión del don, que consiste en poder reconocer las cosas como recibidas de otro. Descubrir que hay un remitente, un amor del que procede todo. En estos días de tanto dolor descubrimos también signos, como caricias que Dios nos está dando.

En el bautismo recibimos la luz de la fe para vivir como hijos de la luz, dice el apóstol San Pablo en la carta los Efesios. Ya no vivimos en las tinieblas del error. Muchos de nuestros grandes errores no los cometimos, al menos inicialmente por mala voluntad, sino que el hecho de no ver bien la realidad nos lleva a equivocarnos. EL hombre, antes de hacer sus grandes decisiones, debe tener luz, tener capacidad de ver la realidad. La mayoría de los problemas de nuestra vida y nuestros peores pecados han sido por una cierta precipitación, ha sido una equivocación, probablemente no teníamos mala voluntad, pero nos hemos metido en la boca del lobo nosotros solos.

El hombre ciego está pidiendo limosna, su vida es una rutina, todos los días tenía que ir ahí a pedir limosna, esperando poder sobrevivir… pero salió a su encuentro Cristo y su vida cambió; hubo un antes de Cristo y un después de Cristo. Jesús entra en su vida y se la cambia. Es la experiencia de todo convertido; siente que antes estaba ciego y ahora ve; y cuando le preguntan sus amigos, sus familiares o compañeros de trabajo: ¿qué te ha pasado? Solo pueden decir: “ha sido Cristo”. Y es que mientras los demás discuten a ver quién tiene la culpa, él va y le cura. Es impresionante ver como el que recibe la vista, por decir la verdad: “mira yo no sé quién es, lo que sé es que estaba ciego y ahora veo”, por eso, le terminan expulsando y se queda solo y perdido.

Jesús el buen pastor no abandona a una oveja perdida. Sale a su encuentro y le pregunta: “¿crees en el hijo del hombre?” y el que había sido ciego, que solamente conocía de Jesús la voz, le dice: ¿quién es para que yo crea?” “El que estás viendo”, respondió Jesús. “Y se postró delante de Jesús y le dijo creo, Señor”. Esta es la confesión de fe hacia la que nos encaminamos, esto es lo que diremos en la noche de Pascua con nuestras velas encendidas, porque él es nuestra luz, cuando recibamos la aspersión del agua en recuerdo de nuestro bautismo. Confesaremos a un Dios que es Padre, que es Hijo y que es Espíritu Santo y que nos ha dado la vida, porque nosotros hemos empezado a vivir, cuando hemos vuelto a nacer. Cuando nos hemos encontrado con este Cristo.

Vamos a pedirle al Señor que no nos rindamos ante nuestra dureza de corazón, que lo podamos ablandar; y si nosotros no sabemos llorar nuestros pecados, que es lo único que Jesús necesita para que se ablande esta piedra que somos, entonces pidámosle a Jesús que sea él quien llore por ellos, cosa que ya es el colmo del amor. Que llore como lloró por Jerusalén.

Vamos a ponernos manos a la obra para acercarnos a todos los que están a la vera del camino pidiendo limosna, experiencia terrible, viviendo la vida esperando que pase, porque la vida es para ellos nada, monotonía y aburrimiento.  Vamos a llevarlos a Cristo porque él va a hacer nueva su vida, porque Cristo va a hacer que sea un antes y un después. Porque él es la luz del mundo y viene a darnos la luz para que vivamos en la luz, para que seamos hijos de la luz, no de las tinieblas. Y para que un día pasemos de la luz de la fe a la luz de la gloria. Entonces será ya la luz eterna en el cielo