Jesús llega a Betania, un lugar entrañable en que prepararse para los días de su pasión. Esta pincelada del Evangelio no es ni mucho menos secundaria: en los momentos en que se ciernen irremediablemente las tinieblas, Jesús se rodea de sus amigos, quiere alojarse en un lugar que suponga un descanso. Va más allá de los apóstoles: se aloja en casa de una familia con la que guarda un afecto único, especial.

El Señor, como en otros muchos momentos que nos narra el evangelio, se deleita alojándose en casas, en familias. ¡Qué honor para Zaqueo y para tantos otros que tuvieron la suerte de alojar bajo su techo a Jesús! Para ellos, esa estancia del Señor en sus propias casas fue el mayor regalo de sus vidas. También para los tres hermanos que abren su casa a Jesús por última vez aquí en la tierra.

Te propongo que esta Semana Santa, inolvidable y peculiar, hagas la misma experiencia de esos tres hermanos: convierte tu casa en la misma casa de Betania. Aloja en ella al Señor: es la última semana de su vida. Déjale que, sentado en el lugar que le dejes, te explique la Escritura, las profecías que hablan de su pasión, de su dolor: deja que te explique los Cánticos del Siervo de Isaías, que leeremos durante esta semana, empezando por hoy. No le interrumpas, no le hagas preguntas superficiales, no tengas otro deseo que escucharle, gozarte en sus palabras, que son espíritu y vida; gozarte en su presencia, que es la presencia del Amado. ¡Qué suerte tienes: Jesús se aloja en tu casa!

Como nos cuesta “ver” y comprender bien que el Espíritu Santo mora en nosotros, nos cuesta “ver” la realidad de la gracia (porque es invisible), tenemos que tirar de imaginación. Somos así de cutres a veces, pero, en fin, eso ya lo sabe Jesús: vivimos más de lo que vemos que realmente de lo que somos. Pero, por otro lado, esa necesidad de ver con los ojos del cuerpo forma parte también de nuestra fe, porque el Señor nos ama como somos. ¡Ya quisiéramos ser tan espirituales y no seguir en parvulitos! La visibilidad de la fe y su corporalidad, necesaria para que se “vea”, ha dado origen a todo el arte (pintura, escultura, música y actualmente la pantall) que nos transportan interiormente a las escenas que nos narra el Evangelio.

Esta Semana Santa no vas a ver al Jesús del Gran Poder, ni a la Macarena, ni el retablo de tu parroquia habitual, no vas a rezar ante ningún monumento… ¡Ni siquiera vas a poder comulgar!… El Señor te ha quitado los sentidos externos para que actives los internos. Esta Semana Santa nos toca vivir de lo que somos, no de lo que vemos. Activa por ello la vista del alma y así, durante esta semana, el Señor va a ser tu luz y tu salvación, como cantamos hoy en el salmo.

El evangelio de hoy nos narra una despedida en forma de unción. Es de una belleza y delicadeza que sólo el merluzo de Judas estropea: María, que muchos identifican con María Magdalena, usa hoy el perfume de nardo —algo de mucho valor en aquel entonces— que no va a poder usar el domingo siguiente, cuando de mañana acuda al sepulcro para intentar embalsamar a Jesús… y no podrá, claro.

Jesús sabe que el viernes santo habrá sólo tiempo para enterrar, no para embalsamar. Y sabe que será ella la que, madrugando, se adelante pasada la fiesta de Pascua a las demás, porque amaba mucho. La unción de María señala a Jesús como el Cristo, el ungido, el Mesías. Pero esta vez es ungido no por el Padre, como en el Bautismo, sino por una criatura que ha descubierto el amor de Dios y se ha rendido a Él: lo muestra de este modo tan audaz. María entrega primero su corazón, entregando su ungüento como prolongación.

Ofrécele al Señor tu vida y tu corazón. Ponte a sus pies y ofrécele algo especial.

Hoy es un día inolvidable: ¡Jesús se ha hospedado en tu casa!