El Evangelio de hoy nos deja en evidencia, pues esa advertencia sobre el abandono al maestro que se le hace a los discípulos no la podemos entender sino como una afirmación, también, a nosotros, de que vamos a abandonar al amor de Dios. Y esto es así nos guste o no y, de hecho, la Escritura dice claramente que quien dice que no ha pecado miente y hace a Dios un mentiroso.
Pero aquí lo que importa es la última palabra, esa que nos dice que el Señor ha vencido al mundo y que, si tenemos valor, seremos partícipes de esa victoria. Y eso lo dice, continuando con lo que afirmábamos antes, aún a sabiendas de que le fallaremos. ¡Qué bueno es el Señor que insiste en amarnos a pesar de nuestra traición!
Esa incondicionalidad del Señor merece una respuesta unívoca: el rechazo de todo pecado, la decisión radical por seguirle, por tomarnos en serio la vida cristiana de un modo cada día nuevo. Y eso sabiendo que contamos con sus brazos abiertos. Pero, ojo, que tampoco podemos banalizar el perdón de Dios, como si Él fuera un saco de boxeo que todo lo aguanta extoicamente. Sobre todo porque, cada vez que hacemos el mal, nos herimos a nosotros mismos y nos hacemos un poco incapaces para el bien y olvidamos la necesidad que tenemos del perdón. Sólo la fuerza regeneradora que procede del misterio de la Pascua y nuestra apertura al mismo puede repararnos. Dicho de otro modo: sólo Jesús hace nuevas todas las cosas gracias a su entrega de amor radical por nosotros. Sólo podemos vencer al mundo cuando nos dejamos ayudar por Él, cuando permitimos que Dios actúe como Dios en nosotros, si dejamos a Dios ser Dios, en definitiva.
Acabando el mes de mayo, el mes de María, podemos aprender de ella a cómo reconocer que todo lo bueno procede de la mano de Dios y que sólo cuando brilla la humildad de quien se reconoce esclavo por amor de Dios la grandeza del ser humano brilla con toda su fuerza.