El Evangelio de hoy es un encuentro que cambia la vida. Es el primer encuentro en solitario de Pedro con Jesús tras todos los episodios de la Pascua del Señor. Ciertamente se habían visto antes en grupo, pero éste episodio es como el reecuentro esperado. Y eso se nota, ciertamente, en la actitud de Pedro, que ha cambiado, que ha dejado de ser tan presuntuosa consigo mismo, tal y como se había mostrado previamente.

La triple pregunta es directamente proporcional, bien lo sabemos, con la triple negación que el discípulo había hecho de su maestro. Asimismo, la triple afirmación de ese amor y de ese querer de Pedro hacia Jesús son la respuesta más sincera -y la mejor- que un cristiano puede tener ante el pecado. Hay una catequesis de Benedicto XVI al respecto impresionante, allá por el año 2006, en la que trata este pasaje.

Pero hoy vamos a caer en la cuenta de cómo el Señor, siempre, nos va a buscar y se va a hacer el encontradizo exactamente en el lugar donde lo hayamos abandonado. Jesús nos anima a que no tengamos miedo y nos da una segunda oportunidad de hacer el bien que dejamos de hacer. Nunca nos da por perdidos, cosa que nos debe emocionar sinceramente, porque nosotros tenemos muchas veces a poner las ‘equis’ a los demás y continuar la vida sin mirar atrás o guardando rencor. Pero el Señor no es así. Él nos busca y nos invita a que le pidamos perdón, incluso sin tener que decirle expresamente esa palabra. Fíjate en el sacramento de la confesión: uno dice sus pecados sin pedir expresamente perdón al Señor. Él ya da por hecho el arrepentimiento de quien sinceramente acude a este divino sacramento, del mismo modo que la triple pregunta a Pedro acontece desde esa conciencia de arrepentimiento del apóstol. A Jesús le basta que el discípulo le proclame su amor. O, mejor dicho, lo que nos exige es eso: amor por Él. Imperfecto muchas veces, pero siempre reiterativo, especialmente tras las caídas que podamos tener.

Ahora que termina la Pascua es un momento inmejorable para preparar una buena confesión, para reconocerle al Señor que le hemos negado tantas veces, que es verdad que quizás no hayamos cometido ningún pecado mortal, pero también lo es que, a un enamorado, cualquier error le pesa. El Señor no quiere que agachemos la cabeza para humillarnos, sino para que abramos el corazón. Que no llegue Pentecostés sin el corazón preparado. Las parroquias están abiertas, muchos sacerdotes dispuestos a ejercer de ministros de la reconciliación. No desaproveches la oportunidad y, como Pedro, dile al Señor una vez más, aunque Él ya lo sepa, que le quieres tal y como le sabes querer. Pero que mañana le querrás más y mejor.