El Evangelio de hoy tiene dos partes claramente diferenciadas. Por un lado, Jesús nos advierte: habéis de ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos; por otro, nos da la certeza de que el Buen Pastor lucha por todas y cada una de las ovejas que tiene a su cargo. ¡Qué esperanza brota del corazón al leer estas líneas!
Una vez conocí a una persona -hoy sacerdote- que, contando su testimonio, dijo que, en un momento determinado de su vida, tras pasarlo mal por diferentes circunstancias que le hicieron sufrir mucho y en las cuales él se sentía inocente, le dijo a Dios que le abandonaba. Pero añadía: si eres el Dios que me han contado, volverás a por mí seguro; no dejarás que me condene. Y -cuenta- Dios volvió a por él. Este Evangelio se cumple de veras en la vida. Eso sí, mejor no tentar al Señor tampoco…
Centrémonos en el ser como niños, una vez más. Ha habido corrientes, quizás un poco idealistas, que han visto en los niños la inocencia pura. Pero esto no es cristiano, pues ningún hombre nace inocente, ya que afirmamos la existencia del pecado original y sus consecuencias. Más bien, ser como niños consiste en saberse absolutamente necesitado de nuestro padre Dios. En correr, como decíamos ayer, a sus brazos cada vez que lo necesitemos. Eso sí lo hace el niño siempre. Cuando le pasa algo, rápidamente llama a su madre o a su padre. Eso quiere Jesús que hagamos.
Por eso, nosotros hemos de luchar, primero, por, como decía santa Teresita, ser como niños en brazos de su padre Dios. Porque ahí debe reposar nuestra verdadera y sana autoestima, así como nuestra paz.
En este sentido, ser como niños implica que no somos personas que tengan que dar permanentemente la talla ante los demás, sino que somos seres que, con hacer lo que Dios nos pide, estaremos de verdad santificándonos y haciendo la vida mejor a nosotros y a los prójimos. El problema, es verdad, llega cuando uno no se sabe amado. Ahí, entonces, aparecen las curvas. La cuestión es: ¿busco el amor de Dios donde Dios me lo quiere dar o, en el fondo, le exijo que me dé, no el Amor, que es Él mismo, sino lo que a mí me dé la gana? No convirtamos en Dios a quien no es Dios.
Nos tenemos que convencer de que el camino de perfección no consiste en tener cualidades excepcionales, sino en tener caridad, vivir del amor confiado como el niño en brazos de su padre, que es lo que da sentido a toda virtud humana.
Por cierto, para darnos cuenta de esto viene muy bien pensar en el juicio, en ese momento en que nos encontremos cara a cara con Dios. ¿De qué nos servirá ser guapos?, ¿de qué nos servirá cantar muy bien?, ¿de qué nos servirá ser capaz de hablar cinco idiomas?, ¿de qué nos servirá tener mucho dinero? La respuesta es fácil: de nada, excepto que hayamos puesto en juego estos dones para ser santos, para amar más y mejor a Dios, para construir el Reino. Y hacerlo con el corazón, ofreciendo las cosas antes de hacerlas y reconociendo que todo bien procede de la mano de Dios.