Todavía me acuerdo del revuelo que levantó el cambio del padrenuestro en torno a 1990: hasta entonces decíamos “perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Claramente aquella interpretativa traducción se tomó directamente del evangelio de hoy.

Ojalá existiera una pastilla para el “perdón de corazón”. Sería más codiciada por muchos que la vacuna contra el bicho que nos tiene enmascarillados.

Pero no existe: el perdón de corazón es un proceso arduo, lleno de altibajos, de dificultades, de impaciencias, de recaídas. Todos los procesos del corazón requieren mucho tiempo. Hay sobresaltos cardíacos intensos que lo descabalan, como el enamoramiento o el odio. Pero tras ese periodo montañoso de grandísimos desniveles e intensas vivencias rapidísimas, tiene que desembocar en los plácidos llanos del agua mansa que recorre su cauce pausadamente.

Por encima del dichoso coronavirus, la peor enfermedad que padece la sociedad actual es la desestabilización del matrimonio: una familia desestructurada es una familia en que sus miembros pueden no realizar adecuadamente ese proceso necesario del corazón, y afecta a la salud cardíaca de cada uno de sus miembros.

Los traumas de nuestros afectos nos pueden acompañar de por vida y sanarlos adecuadamente puede resultar imposible. Salvo para quien ha creado nuestro corazón: san Pablo nos exhorta a considerar que somos del Señor, tanto en vida como en muerte.

El Señor también tiene su herida: el costado abierto es el trauma de Cristo. No porque Él tenga rencor o viviera en una familia desestructurada, sino porque siendo él el Amante por antonomasia, busca sobre todo hacer grande a quienes reciban su amor. Y en esto encuentra muchos obstáculos: Cristo fracasa muchas veces en nuestro propio corazón. Le cerramos la puerta, le dedicamos poco tiempo porque estamos a mil por hora, nos distraemos con superficialidades, buscamos ser uno más en la masa sin llamar la atención, nos conformamos en una vida mediocre… Y de otros mil modos, el Amor no es amado.

Pero no deja de amar. No desiste. Él sabe que ese amor es lo que buscamos cada uno, aunque en realidad no lo sepamos. Y tras los acontecimientos de la vida, también de los traumas afectivos, de las cruces grandes que atraviesan nuestro corazón, Él nos espera para inundarnos de lo que más nos hace falta: la paz que da saberse amado y perdonado infinitamente por Dios.
El perdón de corazón es absolutamente necesario en la vida humana: sólo el amor construye nuestra vida. Y sólo la misericordia puede sanar las heridas. La misericordia es la respuesta a nuestros odios y rencores. Si pensamos en otra solución, no somos del Señor.