El 18 de mayo de 1920 veía la luz en Wadowice, un pequeño pueblo al sur de Polonia, un niño sin el cual no podría entenderse la historia del siglo XX. Karol Jozef Wojtyla, futuro Juan Pablo II, conoció desgracias similares a las de sus contemporáneos en todo el mundo, pero el dedo de Dios hizo de su vida un espejo en que se miraron millones de personas para encontrar esperanza.

A los 21 años ya era huérfano de padre y madre. Durante la Segunda Guerra Mundial vivió la ocupación nazi y la soviética, y cursó sus estudios en el seminario clandestino de Cracovia. Ordenado sacerdote tras la guerra, en 1958 fue nombrado obispo auxiliar de Cracovia. Seis años después fue nombrado arzobispo y participó en las sesiones del Concilio. En 1967 Pablo VI le creó cardenal.

El 16 de octubre de 1978 subió a la sede de Pedro el primer Papa no italiano en casi cinco siglos. «¡No tengáis miedo, abrid de par en par las puertas a Cristo!», exclamó en la Misa con la que dio inicio su pontificado. Los 27 años siguientes los dedicó en cuerpo y alma a la tarea de hacer giratorias estas puertas, de modo que Cristo pudiera entrar en un mundo sacudido por la Guerra Fría, la revolución sexual y las hambrunas.

Dicen que como no pudo reformar la Curia, salía del Vaticano para evangelizar, y por eso realizó 104 viajes apostólicos por todo el mundo. Ya en casa, dedicaba su jornada a rezar, recibir gente y escribir. Fueron 14 las encíclicas que escribió: la moral sexual de la Iglesia –que desgranó en su teología del cuerpo–, la relación entre razón y fe, la unidad entre todas las iglesias, el mundo del trabajo, la centralidad de la Eucaristía o la misericordia divina fueron algunos de los legados que dejó al pueblo de Dios, sin olvidar el impulso de que dio a la elaboración del nuevo Catecismo.

Fue el Papa de los jóvenes, porque bajo su pontificado auspició el nacimiento de las jornadas mundiales de la juventud y con ellas multitud de vocaciones. Y también fue el Papa de la familia, a la que definió como «el camino de la Iglesia». Además, se convirtió en el primer Papa en entrar a rezar a una iglesia luterana, a una mezquita y a una sinagoga, y fue el que dio el primer impulso a los encuentros de Asís, que marcaron el camino para el diálogo interreligioso de hoy.

Gorbachov le denominó «la autoridad moral más importante del mundo», aunque no fue un jefe de Estado al uso. Se opuso con firmeza a la guerra de Irak ante los líderes mundiales del momento, al mismo tiempo que no dudó en visitar a los católicos en países conflictivos, desde el Chile de Pinochet a la Cuba de Fidel Castro.

Juan Pablo II conoció de primera mano los excesos del comunismo, y por eso impulsó las beatificaciones de cientos de mártires en todo el mundo. Él mismo llegó a dar su sangre cuando recibió los disparos de Ali Agca el 13 de mayo de 1981. Al salir del hospital acudió a la celda del turco para dar un precioso testimonio de perdón ante el mundo.

El deterioro físico de sus últimos años no solo no mermó su talla de gigante, sino que la acrecentó, pues el mundo entero pudo asistir a un vía crucis particular en el que transparentó al mismo Cristo. Entregó su alma el 2 de abril de 2005, en la víspera de la fiesta de la Divina Misericordia, que él instituyó.

«Tratan de entenderme desde fuera, pero solo se me puede entender desde dentro», dijo una vez. Si ese fuera fue tan fecundo, solo Dios sabe cómo de lleno estaba ese dentro.