En este año del Señor, de cuyo número no quiero acordarme, celebramos la conmemoración de todos los fieles difuntos en unas circunstancias del todo anormales. No creo que sea necesario incidir en ello, al contrario, más bien me parece contraproducente, toda vez que aquí quien más, quien menos, todos hemos llorado por la muerte de un ser querido. Además, el hecho de que muchas personas en sus últimos momentos no hayan podido estar acompañadas por sus familiares, e incluso hayan muerto sin la presencia física o palpable de un sacerdote a su lado que les confortara con los santos sacramentos, hace que en la conciencia de muchas personas creyentes esta memoria sea la ocasión de saldar una deuda de amor que aún tenemos pendiente de pago.

Esta crisis del Covid-19 ha conseguido poner de manifiesto la falta de humanidad de nuestra sociedad, sobre todo en lo que se refiere al abandono que han sufrido las personas más vulnerables. A la supuesta “sociedad del bienestar” le han quitado la careta y ha aparecido su rostro más siniestro, el de la “cultura del descarte” donde se relega a las personas cuando se convierten en sujetos sin interés en cuanto a su faceta de productoras o consumidoras. Cuántos mayores, en el momento vital en que más merecían disfrutar de sus logros después de una vida llena de sacrificios y trabajos de toda índole, han visto que se quedaban solos ante la amenaza de la enfermedad y de la muerte. Sus hijos y nietos mucho más incapaces aún de afrontar la muerte han descubierto que detrás de la necesidad que tiene esta sociedad de ocultarla, se esconde la certeza de que no estamos respondiendo a ella como deberíamos.

Todo lo contrario de lo que sucedió con la muerte de Jesús. No existe otro caso igual. Nadie ha ido a la muerte con más conciencia y libertad. Nadie la ha afrontado con tanta entereza y gallardía. Nadie le ha dado un sentido mayor que el valor redentor de la muerte que Jesús abrazó libremente y por amor. Pero además Jesús se preocupa por los suyos y tal y como escuchamos en el evangelio que se proclama en la misa de hoy les dirige palabras de sentido y de consuelo: “no perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí, en la casa de mi padre hay muchas estancias y yo me voy a prepararos sitio”.

Muchas veces al preparar los funerales con la familia, la misa que se ofrece por sus seres queridos sucede que los hijos y nietos reconocen su falta de fe, algo que contrasta completamente con el caso de sus difuntos que eran personas muy creyentes y practicantes. Entonces les hago notar que, sin embargo, tienen otro tipo de fe, quizá más de andar por casa, porque de hecho creían ciegamente en la persona por la que lloran la muerte. En seguida me dicen: “por supuesto, mi padre no me ha defraudado nunca, siempre me ha dicho la verdad y me ha abierto el camino”. A lo que yo respondo: “es decir que tienes fe, tú crees en tu padre, ¿no es así?”. Fijémonos que las palabras de Jesús vienen a iluminar exactamente este aspecto. “Creed en Dios y creed también en mí”, aquí los teólogos podían razonar y decir que Jesús dice dos veces lo mismo, pues siendo el Dios como el Padre, en realidad estaría diciendo. “creed en Dios y creed también en Dios”, sin embargo no dice eso porque precisamente lo que quiere expresar es que además de creer en Dios, a quien no ven, pueden y deben creer en él, a quien sí ven, del que tienen experiencia, con quien han convivido una serie de años hasta llegar a tener la certeza de que no les podía defraudar porque siempre les había dicho la verdad y les había abierto el camino, yendo siempre por delante. Exactamente igual que aquellos a quienes les cuesta creer en un Dios a quien no ven, pero si creen en esa persona querida fallecida. Pues bien, qué maravilla cuando nuestra fe no da para más… poder creer en los que creen. Eso es un buen punto de partida. Después si nos despojamos de esa miopía espiritual que no nos permite ver lo evidente y de esos prejuicios irracionales por los que devaluamos las convicciones tan profundas de las personas que admiramos, podremos avanzar y tímidamente suplicar a ese “Dios desconocido”, ¡auméntanos la fe!

Pero sin duda lo más consolador de todo es la declaración de intenciones de Jesus: “me voy a prepararos sitio, cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo para que donde yo estoy, estéis también vosotros”. Nos consuela y tranquiliza que esa es su voluntad, que estemos con él. La muerte no nos quita nada. A los que mueren con Cristo, la muerte les da todo, porque les hace participar de su compañía y de la compañía de los santos por toda la eternidad.

Como dice san Pablo, consolaos mutuamente con estas palabras.