Ser cristiano es ser discípulo de Cristo, así de sencillo…  ¡y así de complejo! Al menos, a juzgar por las enseñanzas de hoy no parece que sea fácil ser discípulo del Nazareno. En el evangelio, Jesús enumera tres “incompatibilidades” para quienes quieran ser discípulos suyos.

No puede serlo el que no pospone todo, y a todos, incluso a sí mismo frente a él. Ni padre, ni madre, ni mujer, ni hijos, ni hermanos y hermanas, ni a sí mismo. En realidad, no se dice nada tan difícil de entender desde la mera lógica, el problema es cuando ponemos carne y sangre a los conceptos. Porque desde el punto de vista conceptual no es tan difícil de entender que, si uno quiere dejarse conducir por “lo primero” en importancia, entonces inevitablemente al ser único “lo primero”, todo lo demás se subordina a ello. Como en tantas otras ocasiones, es cuando pensamos en esas personas o mejor dicho, en esos amores, de nuestra vida, es entonces cuando aparece con toda su exigencia y radicalidad esta condición expresada por el Señor. La realidad es que la cabeza del cuerpo sólo puede ser uno, que el jefe de un grupo sólo puede ser uno, que el que hace de guía solo puede ser uno, etcétera. Y esto es siempre por el bien de todos, no sólo el mío sino el de todos los demás a quienes también amo. Por eso no se trata de contraponer el amor a Cristo a todos los demás amores, sino justamente al contrario se trata de cimentarlos firmemente en el único amor que puede ser la roca sobre la que asegurarlos.

Así, la experiencia nos dice que cuando parece que tenemos una disyuntiva entre Cristo y cualquier otra persona, esta situación en realidad la puedo comprender de otra manera, no excluyente sino incluyente. Un ejemplo nos bastará: amará de verdad a su padre y a su madre aquel que antes ame y se deje amar por el Señor. Es por tanto un asunto de prioridades no de menoscabo de nadie. Un ejemplo de esta primera incompatibilidad lo encontramos cuando Jesús le dice a uno que le sale al encuentro en el camino: “deja que los muertos entierren a sus muertos”, expresando así que ante la figura de Jesús que pasa por delante de uno, lo más urgente es seguirle sin posponer la respuesta y no perder la oportunidad a cambio de un futuro que nunca sabemos lo próximo o lejano que pueda estar.

La segunda incompatibilidad es rechazar seguirle con nuestra cruz a cuestas. Es decir, sólo podemos considerarnos discípulos suyos si tomamos nuestra cruz sobre los hombros y caminamos con él. También tiene una lógica aplastante este argumento. El que quiere ser discípulo del Señor no es una persona ideal que no tiene heridas de su pasado, o alguien sin miedos, complejos o taras, ni siquiera es uno que está necesariamente en su mejor momento, o bien dispuesto. No, se trata de que Dios pueda sostener y fortalecer a ese pobre hombre real que somos, con todo su pasado, con todas sus heridas, penas, broncas y temores. El ejemplo es el del otro a quien Jesús le dice que “quien pone la mano en el arado y echa la vista atrás no es apto para el reino de los cielos”, ciertamente es imposible abrir con el arado un surco recto y paralelo al anterior si nos ponemos a mirar hacia atrás. Es tan imposible como no hundirse en el agua que estás pisando si dejas de mirarle a él. Ese es el sentido de esta segunda incompatibilidad, no podemos avanzar por el camino recto si no miramos a Jesús que va por delante abriendo el surco. Es más, podemos ilustrarla con la imagen de un tren en el que todos los vagones avanzan no en virtud de sí mismos sino porque todos y cada uno están enganchados al vagón anterior y así hasta llegar a la locomotora que es como se llama vulgarmente a la cabeza tractora del tren que es la que realmente arrastra a todo lo que esté enganchado a ella. Por eso la fuerza de esta segunda incompatibilidad no está tanto en no cargar la cruz, que es bastante inevitable tarde o temprano, sino en querer avanzar sin que sea él quien nos arrastre.

La tercera incompatibilidad es no querer uno renunciar a sus bienes. Y para ello pone dos ejemplos de dos situaciones de fracaso inminente donde se pone de manifiesto que la culpa fue de un error de cálculo, en concreto de cálculo de posibilidades de éxito a partir de lo que uno tiene disponible a su mano. Por ejemplo, los materiales para la construcción de un caso o los soldados para ganar la batalla. Es decir, no basta la buena voluntad, tener un grande propósito de seguir a Cristo, para de hecho poder hacerlo. Lo expresa muy bien la letra del pasodoble popular y satírico que el pueblo cantaba al mítico torero Manuel Laureano Rodríguez Sánchez y que dice así: “Manolete, Manolete, ¿si no sabes torear pa’ qué te metes?” Es decir, no te metas en una empresa sin saber si te va a alcanzar con los medios que tienes disponibles. En el caso que nos ocupa, solo se hace discípulo verdadero de Jesús, aquel que lo ha reconocido como su única y la mejor ganancia de su vida, el tesoro o la perla preciosa por los cuáles uno no pierde nada si lo vendo todo para conseguirlos. Es lo que le respondió al primer espontáneo que le salió al camino diciéndole: “te seguiré a donde vayas”, a lo que Jesús le respondió hablándole de su suma pobreza, la renuncia a todo: «Las zorras tienen madrigueras y las aves del cielo nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza».

Damos gracias a Dios que no juega con nosotros, ni permite que nosotros nos engañemos. Que nos muestra que para ser verdaderos discípulos suyos no tenemos que fijarnos tanto en lo mucho que nos falta, como en lo mucho que nos sobra.