Hay cosas que son muy difíciles de explicar a quien no ha tenido nunca ninguna experiencia parecida. Por ejemplo: la alegría de encontrar a alguien que te cambia la vida. Esa era la alegría que sentían los pecadores cuando se encontraban con Jesús y él les ofrecía la oportunidad de vivir una vida nueva. Porque no les acusaba, porque no les humillaba, porque no les etiquetaba sino que les perdonaba, les dignificaba y les hacía sentir que eran únicos.

Yo si puedo entenderlo porque puedo decir que en mi vida he vivido esa misma experiencia. Un encuentro que te cambia la vida y que marca un antes y un después. Pero lo realmente sorprendente es que Jesús en aquel tiempo, y también ahora sea el que se alegra más de todos los que están implicados en el bendito encuentro. En algún otro lugar nos desvela su secreto, él ha venido para que tengamos vida, y una vida en en abundancia. No ha venido a hacer su voluntad, sino la de su padre celestial y la voluntad de su padre es que no se pierda nada de lo que le ha entregado. Por eso Jesús rebosa de alegría pensando en el corazón del Padre rebosante de alegría por la salvación de sus hijos muy amados.

Hoy, en dos ocasiones, Jesús nos dice una expresión preciosa: «hay más alegría en el cielo, los ángeles de Dios tendrán más alegría, por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse». De esta alegría estábamos hablando. La alegría de Jesús. la alegría del corazón de Dios. Es increíble pensar que podemos provocar una fiesta en el cielo, en el corazón de Dios cada vez que esto sucede, que alguien a quien Dios buscaba obstinadamente, sin ahorrarse el más mínimo esfuerzo, por fin vuelve a casa, o mejor dicho es devuelto a casa. Porque en las dos parábolas de hoy queda perfectamente claro el hecho de que la iniciativa es de Dios que busca sin cesar, sin desesperarse, con cuidado, hasta que la encuentra al pecador. Hasta tal punto ama Dios al pecador que para él uno es igual a noventa y nueve. Porque ese uno no es un número, sino que es alguien con nombre y con rostro concreto, con un pasado y con un futuro por delante. Cuando cualquiera de nosotros se identifica con esa oveja que abandona el rebaño muy segura de sí y que al pasar el tiempo empieza a experimentar el frío, el hambre, la soledad, la amenaza de los que querían acabar con su vida; cuando uno se ponen esa piel, se da cuenta que la aparición del pastor es una buena noticia indescriptible, eso es ya la salvación. Pero lo que nunca podía uno imaginarse es que este pastor no solamente no reprendiera a la oveja, sino que por el contrario, muy contento se la cargue sobre los hombros y la lleve así hasta su casa. Y no queda ahí la cosa, sino que la alegría es tan grande que no se puede esconder es necesario compartirla. Por eso el pastor hace una fiesta con los amigos y vecinos.

Lo mismo sucede con esa moneda, probablemente de la dote de la mujer, que ella busca con la lámpara encendida hasta que lo encuentra. También ella hace una fiesta con las amigas y vecinas para celebrar con alegría desbordante el encuentro de lo que estaba perdido. Muchas veces me he preguntado si no sería más cara, si no valdría más dinero la fiesta que la moneda. Si no sería «hacer un pan como unas tortas». La respuesta no la sé. Lo que sí que sé es qué no hay fiesta suficientemente alegre en este mundo que pueda compararse con la fiesta que se desata en el corazón de Dios al encontrarnos.

Qué inmensa la tristeza la de los fariseos y la de los escribas, incapaces de alegrarse por la conversión de los pecadores. Solo saben murmurar contra Jesús y su empeño en reconciliar a los pecadores. Es la tristeza, la acedia, el aburrimiento, la envidia de muchos cristianos también hoy en la Iglesia que son incapaces de disfrutar de la fiesta de la misericordia y por eso se quedan amargados en el rincón de su supuesta virtud. Para ellos es casi imposible entender esta alegría. La alegría indescriptible del salvador y del salvado. La alegría indescriptible del abrazo.