Hay personas que sólo saben hablar de dinero. A estos más que preguntarles cómo se llaman habría que formularles la pregunta así: ¿Cuánto te llamas? Y es que hay quien ama tanto el dinero que siempre lo tiene en la punta de la lengua. Ya se sabe, donde está tu tesoro está tu corazón y de lo que rebosa el corazón habla la boca.

El cristiano usa el dinero como cualquier otro bien de este mundo pasajero según la ley del “tanto – cuanto”. Así lo enseña san Ignacio: “(las otras cosas) el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse de ellas, cuanto para ello le impiden”. Es decir, el dinero para el hombre es un bien, pero es solo un medio en referencia al verdadero fin que es el bien supremo, su salvación. Por eso el dinero es necesario para tener una vida digna y honesta, para poder adquirir las cosas necesarias, pero a partir de ahí, ya cuando el hombre lo atesora y pone en él su confianza se convierte en un falso dios, un ídolo perverso que lo ata y esclaviza.

Se podría decir que – como sigue enseñando el santo de Loyola en su “principio y fundamento”- le conviene al hombre hacerse “indiferente a él, en todo lo que es concedido a su libertad y no le está prohibido; en tal manera, que no quiera más riqueza que pobreza; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que ha sido creado”. Ser indiferente es lo que dice san Pablo en la primera lectura: “yo he aprendido a arreglarme en toda circunstancia. Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta”. Y esta última es la frase clave que nos explica todo lo anterior. No es el dinero lo que nos conforta ni nos hace capaces de superar “todo”. No es el dinero, sino solo Dios. Por eso Jesús nos anima a usar el dinero, al que califica injusto como cuando nosotros decimos “el vil metal” o “el sucio dinero” no para nuestra condenación – atesorándolo en la tierra y negándoselo a quien lo puede necesitar – sino para todo lo contrario, para nuestra propia salvación – entregándoselo a los pobres y teniendo así un tesoro en el cielo. “Para que cuando os falte, os reciban en las moradas eternas”. Esta última expresión se entiende mejor a la luz de la actitud del administrador infiel que para no quedarse “homeless” – sin morada – supo renunciar a su ganancia y así consiguió que cuando le echasen pudiera encontrar quien le recibiera en su casa.

Jesús subraya un criterio muy útil para saber si alguien es digno de nuestra confianza: comprobar si es de fiar en la administración del dinero. Parece mentira que Jesús siendo Dios dé a veces estas enseñanzas tan humanas, tan cargadas de sentido común. Si a ese alguien del que hablamos el dinero siendo algo relativamente importante le corrompe, entonces no merece que se le confíe lo verdaderamente importante. Hay un refrán popular que dice: “Si quieres saber quién es Juanillo, dale un carguillo”. Es decir, nada mejor para comprobar cómo es en realidad una persona, que darle un poco de poder. Por ejemplo, en nuestro contexto si le encargamos un pequeño servicio y esa persona a pesar de que es poca cosa, actúa con seriedad y responsabilidad dándole la importancia que tiene, entonces se verá que es de fiar, según lo que nos enseña el Señor: “Si es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar”. Pero, por el contrario, si sintiendo que ese servicio es poca cosa para él o que no es algo verdaderamente importante, no es honesto, entonces se desvelará su verdadera realidad, según lo que nos enseña el Señor: “Si no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado”.

Jesús enuncia una autentica incompatibilidad: No se puede servir a Dios y al dinero. Y a continuación, desenmascara con severidad a aquellos hipócritas fariseos que presumían de observantes ante la gente cuando en realidad estaban al servicio del dinero y no de Dios; les dice: “Dios os conoce por dentro. La arrogancia con los hombres, Dios la detesta”. Me impresionan estas palabras y también, por qué no decirlo, me consuelan. A Dios nadie le puede engañar. Pasa la representación de este mundo y llega al fin la realidad. Este mundo pasajero se acaba como termina la función en el teatro: cae el telón y uno ya no es el personaje que representa sino quien es en verdad. La verdad de lo que somos será manifiesta para todos como es ya evidente para Dios. Nuestra apariencia dejará paso a nuestra realidad. En ese momento se verá lo que hemos amado de verdad. Aquello que nos ocupaba el corazón y la mente. Lo que nos hacía levantarnos cada mañana y superar las dificultades que se nos presentaran. Y ¡ay de nosotros si eso no era Dios!, porque fuera lo que fuese en esa hora no podrá salvarnos.

Como san Pablo tenemos la oportunidad de convertirnos totalmente y de corazón a Dios, para que sea nuestro único señor. Nadie puede servir a dos señores. Elijamos a aquel que nos eligió a nosotros desde antes de la creación del mundo, que nos bendijo con toda clase de bienes y por amor nos hizo herederos suyos. ¿Qué más podemos pedir? ¿Hay algo mayor que podamos desear? La riqueza verdadera. La que nos ha dado un nombre y ya lo ha escrito en el cielo.