Es tradición que en este final de año el Papa acabe sus apariciones en público del año con la oración vespertina (vísperas) y el canto de Te Deum, uno de los primeros himnos cristianos en el que se expresa el profundo agradecimiento del creyente a Dios. Las leyendas dicen que fue escrito a «cuatro manos», inspirado por el Espíritu Santo, San Ambrosio comenzó a recitarlo y San Agustin le deba las réplicas, todo ello en un momento de profunda alegría tras el bautismo del futuro obispo de Hipona.

El ánimo y las prisas por abandonar este 2020, del que apenas nos queda un suspiro, me han hecho pensar en mis razones para elevar mi canto de acción de gracias al Padre en medio de estos días inciertos. Darle gracias a Dios sólo porque se pase el tiempo no sería muy cristiano, sería más bien algo pagano creo yo, una especie de huida hacia delante en la que nos perderíamos las importantes lecciones que este año nos ha ofrecido.

Para mi, la primera, primordial y fundamental enseñanza de este año es la impotencia del hombre. He leído en un periódico el siguiente titular, 2020 año de la ciencia, porque es la ciencia la que parece que acabará con esta amenaza. Sin embargo, al acabar 2019, recuerdo haber leído un artículo en el mismo periódico en el que se afirmaba que la ciencia tenía la clave para no envejecer, que el ser humano, estaba apunto de burlar a su más temible enemiga: la muerte. Decía el artículo que moriríamos por accidentes, pero no por causas naturales, es decir por el imparable deterioro de nuestra naturaleza víctima del tiempo. No puedo evitar sonreír al recordar ese artículo y ver las estadísticas mundiales que numéricamente señalan 2020 como el año de la gran purga, puesto que, sin bajar ni uno solo de los fallecidos por otras causas, las estimaciones de la OMS sitúan los muertos por la pandemia en 1,7 millones. Para que nos hagamos una idea es como si todos los habitantes de Sevilla, o de San Diego, o de Milán, o de Dublin hubiesen fallecido.  Creo que ambos titulares el 2019 y el del 2020 son simplemente falsos, o como diríamos ahora «fake news».

La pandemia ha puesto de manifiesto la fragilidad de la vida humana, con lo que el egocentrismo de nuestra sociedad, su concepción del «yo» como medida de todas las cosas, la forma de comprender al ser humano como todopoderoso, no es más que un timo, un engaño. El ser humano como ser creado no es todopoderoso, lo puedo todo en aquel que lo creó, pero ese poder ilimitado es el poder del Amor, del que el evangelio de hoy, presenta como el que los suyos no recibieron. Si la pandemia nos vuelve a conectar con el sentido más profundo de nuestra existencia, es decir con Dios, podremos cantar esperanzados el Te Deum. Por supuesto con el dolor y la tristeza que nos conmueve ante los efectos de la pandemia, pero purificados y orientados a un mañana mejor, a un mundo más limpio, más humano.

Si la pandemia no nos lleva a reconocer en lo que nos pasa y nos traspasa al Dios que hoy sigue siendo rechazado por los suyos, más nos valdría entonar las lamentaciones de Jeremías porque el paso del tiempo, huir hacia delante no es nunca la solución a nuestros problemas. Solo el Amor que hace nuevas todas las cosas puede transformar en oportunidad lo que hoy sufrimos como crisis. Así que con la confianza de sabernos profundamente amados por Dios entonemos el Te Deum al caer de esta tarde y miremos con esperanza al futuro, porque Dios nunca nos abandona.