Las lecturas de hoy nos hablan de la disponibilidad para amar y seguir al Señor. Cosa, que espero, hagamos, de un modo u otro, todos los que estamos aquí. De hecho, si no, no estaríamos leyendo esto o después en Misa, ¿verdad?
Y me gustaría, ahora que se está yendo una gran parte de nuestros mayores, que caigamos en la cuenta de que esta historia de amor que vivimos con Dios es gracias a una reacción en cadena; a una sucesión de personas que, desde el Evangelio de hoy, han ido transmitiéndose la fe en Jesús. Y, así, nos ha llegado a nosotros y, como bien sabemos, nosotros estamos llamados a transmitirla a los demás. Por eso, gracias a nuestros mayores, a quienes debemos haber hallado el sentido de la vida, estamos unidos a esa llamada de los primeros discípulos: porque de ahí seguimos bebiendo.
Y, con este agradecimiento, debemos pedirle al Señor la disponibilidad sin reservas que muestran los discípulos y el profeta Samuel en las lecturas de hoy. Cuando uno descubre a Jesús, ya no le queda otra: o Él o nosotros, pero ambos no podemos ser los epicentros de nuestras vidas. Y no hagamos demasiadas piruetas intelectuales, que no: o Jesús o Jesús. Y eso con todo lo que conlleva, pues Jesús lo pide todo. Y todo no de cualquier modo, sino desde la exigencia y abnegación del Decálogo, las bienaventuranzas, la ley del perdón y de la misericordia, de la Cruz, etc.
Y para seguir al Señor que tenemos que aceptar de una vez que la fe aporta un conocimiento que eleva la razón, y que la razón sin fe no alcanza a comprender la globalidad de la existencia. Así, o entramos en el misterio de la fe o jamás podremos hacer como los profetas y los apóstoles: seguir al Señor nos lleve a donde nos lleve, sabiendo, además, que la lógica interna de la fe sólo se descubre dando el paso a vivir la fe. Y eso exige pasar por encima de nosotros mismos.
Y, si como hemos dicho muchas veces, el mayor enemigo de nuestra salvación somos nosotros mismos y nuestro ego, hoy san Pablo pone el acento en una parte constituyente del ser humano y que, cuando no se vive bien, nos destroza por completo: la entrega del cuerpo a la fornicación y a todo tipo de impurezas. Quizás los pecados que más esclavizan al hombre contemporáneo y que impiden el dominio de uno mismo. Y, sin dominio propio, no puede haber seguimiento del Señor, que es de lo que se trata. Si no disponemos de nuestro cuerpo, ¿Cómo vamos a tener disponibilidad para el Señor? Esto no quiere decir que nunca se caiga, pero hay que tener la determinación de luchar a muerte por reducir estos pecados que nos esclavizan si se quiere profundizar de veras en el misterio de la fe. Y ojo, que sin cuerpo no podemos amar.
Seré breve, porque san Pablo es claro: de este tipo de tentaciones hay que huir. Quien juega con fuego, se quema. Y, ¿a dónde se huye? A la oración, a los sacramentos y, me atrevo a decir que, sobre todo, a la virgen María, que es el sueño puro de Dios. Es el rostro de la pureza y, por tanto, su contemplación nos puede guiar a la pureza. Mujeres: fijaos en María ella y quered ser como ella; hombres: pedidle limpieza de corazón para amar bien a vuestras mujeres. ¡Sin la libido desatada!
Los cuerpos no nos pertenecen: pertenecen al Señor y, en el caso del matrimonio, en el Señor, al cónyuge. No nos confundamos, que no es nuestro, no tenemos derechos en este tema, sino que el cuerpo es un don que conlleva una tarea de amor. Y, en el amor, como en todo, es Dios quien marca el camino, una vez más. Y creo que está claro lo que nos dice el Señor en la Escritura hoy: “¡Glorificad a Dios con vuestro cuerpo!”.
Pidamos al Señor, especialmente por mediación de nuestra madre, esa pureza de corazón, que sea pureza de cuerpo, que es condición sine qua non para seguir y amar al Señor, que se haga en nosotros realidad, cada día de un modo un poquito más perfecto el gran mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser».