En la carrera de la vida puede suceder que nos sintamos desalentados y nos vengamos abajo, tentados de tirar definitivamente la toalla.

En la primera lectura de hoy, se nos invita a mantenernos firmes hasta el final para que así se cumpla nuestra esperanza. No estamos solos en esta aventura. Se trata de seguir el mismo camino que recorrieron aquellos que ahora nos sirven de ejemplo. Se nos pide imitar a los que con fe y perseverancia consiguieron lo prometido.

El primero de los ejemplos es Abraham, nuestro padre en la fe, a quien Dios prometió llenarle de bendiciones y multiplicar su descendencia. El creyó contra toda esperanza y perseverando alcanzó lo prometido. Así ahora es ejemplo para nosotros que también hemos recibido por parte de Dios una promesa. El mismo Dios se ha comprometido con nosotros. Así pues, por muchas y grandes que sean nuestras dificultades, en medio de todos nuestros problemas podemos recobrar el ánimo y las fuerzas aferrándonos a la esperanza.

El ancla es la imagen cristiana de la esperanza; en parte porque así se nos dice en este texto de la carta los hebreos: “la esperanza es para nosotros como ancla del alma segura y firme “; en parte también porque la imagen del ancla nos habla de aquel instrumento que, clavado en la otra orilla, la vida eterna, nos permitirá a su tiempo alcanzar la meta que anhelamos.

Jesús es nuestra esperanza. Él nos precede en el camino. Ya he llegado a la meta y desde allí nos llama y nos espera, como un amor que atrae a aquellos a quienes ama. Este es el Jesús majestuoso que se revela en el evangelio de hoy.

Cuando los fariseos llaman la atención de Jesús porque sus discípulos están arrancando espigas en sábado, en realidad se trata de una auténtica acusación. Habrían encontrado ya un cargo para acusarle. Pero Jesús ni corto ni perezoso consigue como siempre salir airoso y acallar a sus adversarios con su sabiduría. Responde con un ejemplo del rey más ilustre de la historia de Israel; David. En el acontecimiento referido se muestra que en caso de necesidad perentoria la obligación de la ley queda en suspenso.

Puede que el sábado sea un tiempo sagrado por estar consagrado a Dios, pero también lo estaban los panes ofrecidos, los panes de la proposición, y David no solo comió él y los que estaban con él, sino que también el sacerdote ofreció su colaboración. ¿Quién se atrevería a reprocharle tal acción al mismísimo rey David?

Además, los discípulos solo estaban arrancando las espigas, aquí no se está hablando de restregarlas ni de comer el grano.  No era tanto un asunto de hambre, de comer, sino de un gesto de reconocimiento a la majestad de Jesús. Arrancar espigas era una actividad permitida en sábado por la ley, tal y como señalaba el libro del Deuteronomio. No se podía reprochar a Jesús no observar la ley celosamente por ese motivo.

La acusación de los fariseos le sirvió a Jesús para recordarles que la ley y el sábado, como también el templo, son instituciones que, aun siendo sagradas, eran menos importantes que él. Jesús es su señor. Él es el verdadero legislador, es señor del sábado y el verdadero y definitivo templo. Jesús, amándonos hasta dar la vida por nosotros ha entrado en el verdadero descanso y nos espera en el tabernáculo definitivo como sumo sacerdote en el santuario de cielo.

Esa es nuestra esperanza, la que no defrauda. La que nosotros esperamos pronto que se cumpla.