Algo así debieron decirse unos a otros mientras salían de Nazaret. Estaban preocupados por Jesús. Unos temían por su salud, hoy diríamos que les preocupaba su equilibrio mental. Otros estaban alarmados pensando que este crecimiento tan extraordinariamente rápido de su popularidad no le podía acarrear más que males y desgracias: la envidia de algunos, el temor de los dirigentes, la sospecha de la autoridad romana. A Jesús todo esto se le estaba yendo de las manos.

Salvando las distancias, infinitas, he visto algo parecido muchas veces en la vida de los sacerdotes. Gente muy suya, de su núcleo duro podríamos decir, que se escandalizan por el ritmo de su ajetreada vida y con muy buena intención tratan de obligarle a retirarse al menos por un tiempo para recuperar la mesura y la tranquilidad. Esta escena me resulta familiar. Nada hay nuevo bajo el sol.

Lo que ocurre es que efectivamente, es una auténtica barbaridad pensar que a Dios algo se le escapa de control, o que cualquiera pueda dar lecciones de sentido común al Maestro.

En el evangelio Jesús aparece como una persona que no se pertenece a sí mismo. Está entregado al Padre y a la misión que este le confía. Por eso no mide en su entrega, no tiene medida en su amor. Lo da todo y no se reserva nada. Los apóstoles no podrán decir más adelante que no sabían lo dura que era la vida apostólica porque ya en esta primera etapa de su discipulado tienen experiencia de lo que es trabajar de sol a sol y no tener tiempo ni para comer.

Así Jesús les enseña que un apóstol, que significa enviado, es alguien que no se predica a si mismo sino a aquel que lo envía. Como el Padre ha enviado a Jesús, así Jesús les enviará a ellos. Jesús es el apóstol del Padre y los discípulos son los apóstoles de Jesús. Esta es su única obsesión que, acogiéndole a él, acojan así a la vez a aquel que le ha enviado. Jesús solo quiere hablar de su padre del cielo: de su amor y providencia, de su misericordia y justicia.

Los creyentes de hoy siguiendo las enseñanzas de este divino maestro somos personas que trasparentamos a Jesús. Nuestra vida de unión con él se convierte en un testimonio visible, palpable y elocuente. Por eso se dice de los sacerdotes que nuestra existencia, como la de Jesús, es una pro – existencia porque no tiene sentido sino como entrega. De hecho, más pronto que tarde los sacerdotes se dan cuenta que por no tener, no tienen ni vida privada. En ese sentido, hoy los familiares de Jesús al intentar llevárselo a casa no se dan cuenta de que ya han llegado tarde, porque ya no le llevarían a su casa; aquel entrañable lugar había dejado de ser su casa hace tiempo: “los pájaros tienen nido y las zorras madriguera, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”.  Jesús tiene plena conciencia de vivir pendiente de la voluntad del Padre: “Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen. Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré”. De día y de noche, durante toda su vida, Jesús está en un permanente diálogo en el Espíritu con su Padre del cielo.

Y por eso el Padre lo declara: “Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy”. Es la antífona de entrada de la misa de Pascua, como queriendo decir que, en su resurrección, Jesús ha sido glorificado a la derecha del Padre, ha recibido la gloria que le pertenecía por derecho después de su pasión, muerte y sepultura. Así ha entrado en el tabernáculo del cielo. Ahora ha sido elevado a la categoría de sumo sacerdote de la nueva alianza y de los bienes definitivos.

Es un sacerdote único y por tanto ejerce un sacerdocio eterno. Ofrece un solo sacrificio de una vez y para siempre. Y la víctima que ofrece es su propio cuerpo la sangre que se derrama y purifica los pecados es su propia sangre. Él es el cordero inocente, sin defecto ni mancha que se ofrece en el ara de la cruz para expiar los pecados de la humanidad entera. Él no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos ante el Padre; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre.

Derramar la sangre significa en realidad entregar la vida. Eso es lo que hacía día a día y hora a hora, Jesús en su vida pública. A eso está llamado también el apóstol: el de ayer y el de hoy. No hay otro camino que el camino del amor hasta el extremo de dar la vida por aquellos que Dios nos encomienda. Aunque no nos entiendan, ni los de nuestra propia sangre.