Lunes 8-3-2021, III de Cuaresma (Lc 4,24-30)

“Ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Conforme vamos avanzando en el camino de la Cuaresma, nos vamos dando cuenta de que la historia de Jesús es la historia del rechazo de su pueblo. Este rechazo que vivió Cristo ya desde su venida al mundo –cuando nació “no había sitio para ellos en la posada”– lo resume el evangelista san Juan en su magistral prólogo: “la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió… En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció. Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”. Este es el drama que acompañó al Señor durante toda su vida, un drama que acabará trágicamente en la muerte de Cruz. En nuestro mundo, Dios es tantas veces rechazado, Dios sobra, no nos interesa porque nos complica la vida. Pero esta historia del rechazo del Señor es también la historia de nuestro propio rechazo. Cada pecado nuestro es volver a revivir aquel drama de los que no quisieron reconocer al Señor. No miremos lejos, a otros… mira dentro de ti mismo y verás que muchas veces no has dejado sitio para Jesús.

“A ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta… Ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio”. Siempre se dice que Dios escribe recto con renglones torcidos. O, dicho de otro modo, que es capaz de sacar de nuestros grandes fracasos sus mayores milagros. Es verdad que los judíos –aunque no todos– rechazaron a Jesús. Es verdad que a lo largo de la historia muchos hombres no han acogido el Evangelio. Es verdad que nuestro mundo ha dado la espalda a Dios. Pero no por eso Dios se da por vencido. Cuando le cierran una puerta, Él es capaz de abrir otras muchas. Así se lo hizo ver Jesús a los habitantes de su pueblo natal, Nazaret. A pesar de ese rechazo, en la historia ha habido muchos que han acogido la Palabra de Dios, como aquella pobre viuda pagana que recibió a Elías en su casa o aquel general sirio que se humilló ante Eliseo para ser curado de su lepra. Y no han sido los únicos. Si muchos judíos rechazaron a Jesús, sin embargo una muchedumbre inmensa de gentiles –los no judíos– han entrado en la Iglesia por la fe y el Bautismo.

“Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo”. Cuando Jesús pone a sus compatriotas ante el misterio del rechazo de Dios –el misterio del pecado, el “misterio de iniquidad”–, la reacción de aquellos hombres fue la de expulsar al Señor de su pueblo. Muchos no quieren oír hablar del pecado, de la culpa, del infierno… y prefieren consolarse con buenismos baratos, sentimentalismos tóxicos o consumismos desenfrenados. En esta Cuaresma el Señor quiere ponernos a ti y a mí ante el drama del pecado, de nuestro pecado. Pidámosle que esta consideración de nuestros pecados no nos lleve a mirar hacia otro lado, a buscar consuelos fáciles; sino que nos conduzca a un arrepentimiento sincero y a un auténtico deseo de conversión. Que Él nos conceda llorar nuestros pecados para que así, mediante el “baño de las lágrimas”, podamos estrenar un corazón nuevo.