Domingo 14-3-2021, IV de Cuaresma (Jn 3,14-21)

“Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; alegraos de su alegría; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos”. Toda la liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma –también llamado domingo Laetare– nos habla de la alegría. Pero… ¿cuál es la alegría verdadera? ¿De qué alegría nos habla Jesús? Unas palabras del papa Benedicto XVI nos señalan este camino cuaresmal hacia la plenitud de la alegría, la Pascua:

«En nuestro itinerario hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del desierto, es decir, un tiempo para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte de este desierto se vislumbra la cruz. Jesús sabe que la cruz es el culmen de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Lo dice él mismo en el Evangelio de hoy: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Se hace referencia al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto, los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un estandarte: si alguien era mordido por las serpientes, al mirar a la serpiente de bronce, quedaba curado (cf. Nm 21,4-9). También Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a él, que murió por nosotros, sea salvado. “Porque Dios —escribe san Juan— no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17).

San Agustín comenta: “El médico, en lo que depende de él, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo… Si tú no quieres que te salve, te juzgarás a ti mismo” (Sobre el Evangelio de Juan 12,12). Así pues, si es infinito el amor misericordioso de Dios, que llegó al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, también es grande nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, para poder ser curado, debe reconocer que está enfermo; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida. Escribe también san Agustín: “Dios condena tus pecados; y si también tú los condenas, te unes a Dios… Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras comienzan con el reconocimiento de las malas obras” (ib., 13). A veces el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, la verdadera paz y la verdadera alegría sólo se encuentran abriéndose a la luz y confesando con sinceridad las propias culpas a Dios. Es importante, por tanto, acercarse con frecuencia al sacramento de la Penitencia, especialmente en Cuaresma, para recibir el perdón del Señor e intensificar nuestro camino de conversión.» (Benedicto XVI, Ángelus 18-3-2012)