El evangelio de hoy concluye la primera parte del evangelio de San Juan, denominada “libro de los signos” (casi 12 capítulos). A partir de aquí, comienza la segunda parte, el “libro de la gloria” (8 capítulos), la glorificación del Hijo del hombre que celebramos durante el triduo pascual.

Los signos realizados por Cristo indican que han llegado los tiempos mesiánicos. El primero de ellos es su propia presencia: el Verbo se ha encarnado para hablar en lenguaje humano, comprensible a los oyentes. Y le acompañan palabras, milagros y conversiones que ayudan a todos a glorificar a Dios que trata con misericordia a los hombres.

Pero los muchos signos realizados a lo largo de la vida pública del Maestro, acompañados de grandes explicaciones y discursos, no terminan provocando el efecto deseado: se topa con la incredulidad de muchos.

Pocas veces eleva la voz, pero ante la incredulidad, al final del libro de los signos, a modo de epílogo, “Jesús gritó diciendo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado»”. Quien le ha enviado es el Padre, a quien supuestamente adoran los israelitas.

Cristo es la luz del mundo. Y el juicio consiste en la postura que tomamos respecto a esa luz. Ella no se mueve: se manifiesta, ilumina, pero es inmóvil. Nosotros tomamos postura respecto a ella. Y así, como los tipos de plantas, hay conciencias que buscan y aceptan de lleno esa luz y buscan broncearse con ella; otras prefieren sol y sombra (la mediocridad); otras optan por ser champiñones.

Dios no se mueve: nos movemos nosotros. Y aquí está la gran responsabilidad moral que tenemos: la de acercarnos a la luz, es decir, vivir en verdad y rectitud. El mismo bien que obramos juzga nuestra vida; también lo hace el mal que cometemos. El bien nos hace buenos; el mal nos hace malos. El Señor al final nos da lo que en realidad nosotros deseamos y buscamos con nuestras obras.

Hoy le pedimos a Cristo que nos ayude a interpretar los signos de los tiempos mesiánicos en que vivimos, y vivamos iluminados por su presencia. Así sucedió al comienzo: en los Hechos de los Apóstoles se afirma que “la palabra de Dios iba creciendo y se multiplicaba”.