Cuando rezaba con el Evangelio de hoy me llamaba la atención, así a bote pronto, dos cosas: que el Señor ya dice aquello que repetirá san Juan de que el amor expulsa el temor y ver a Jesús tan humano, tan cansado que ni las olas tremendas le despiertan. Y sobre esto quiero predicar hoy: sobre el cansancio.

Porque, al menos yo, pero también lo detecto en la gente que viene a hablar conmigo, que estamos todos ya un poco cerca del límite este curso. Entre los vaivenes del Covid, que las últimas vacaciones fueron hace dos meses y medio y el calor incipiente, estamos un poco saturados.

Y para convivir con el cansancio, en primer lugar, nos damos cuenta de que hemos de relativizar nuestra debilidad y no pegarnos tanto con ella. Cuanto más miramos y nos repetimos que estamos hartos, peor nos va. Mirad lo que hace Jesús, se centra en lo único importante, que su tarea de salvación de los hombres en amor y obediencia al Padre. Y así puede descansar tranquilo y sin esas tan temidas ansiedades que a tanta gente nos sobrevienen. Igual no con ataques de ansiedad, pero sí es verdad que nos aceleramos y nos cuesta saber parar. ¡Y eso no es nada bueno! En tiempos de cansancio deberíamos proteger más que nunca los tiempos para rezar y ponernos en brazos de Dios. Si lo hacemos, entonces las tempestades se calmarán. Porque la clave de la vida es dejar que sea el Señor quien nos guíe. Es como si fuéramos pilotos de rallies. Vamos al Dakar con Carlos Sáinz y queremos conducir nosotros. Es absurdo. Pues con Dios igual: sólo descansaremos de verdad cuando nos entreguemos a su divina voluntad.

Y luego también el tiempo para las familias. Vamos a ver: ¿qué hacen esos matrimonios que no tienen tiempo para ellos? Harán mil cosas, pero ninguna la más importante, porque el camino de santidad no es trabajar mucho o estar en retiros todo el día, sino la santificación del cónyuge. Y los hijos… dedicar tiempo de calidad a los hijos, escucharle. Y, al revés, escuchar a los padres un poquito más. En cualquier caso, tiempo de familia, por favor. Es en la familia donde uno puede ser uno mismo de verdad. De hecho, por eso hay gente que en casa está de perros y fuera es encantadora. Porque, en el fondo, hay una tensión externa de gustar, de dar buena imagen, de ser los mejores y demás que, en el fondo, nos agota. Y como es la familia la que, generalmente, nunca rechaza y en la que se vive el ‘todo lo soporta’ con que san Pablo define al amor, pues la pagamos ahí. Y esto no puede ser. Cuando uno se siente querido, cuando vive en paz interior, no necesita ir mendigando afectos y parecer pluscuamperfecto. Y qué importante es la familia para saberse acogido, amado y valorado.

Y, por último, tras la oración y la familia, la gestión del tiempo libre. Pensad una cosa: que el tiempo en que nadie nos marca lo que tenemos que hacer es el tiempo que nos define. Dime qué haces con tu tiempo y te diré quién eres. No perdamos el tiempo en tonterías, por favor. Muchas redes sociales matan la autoestima, aíslan y crean mundos virtuales que acaban en un vacío tremendo, porque una pantalla jamás podrá suplir la calidez de un abrazo o la alegría de unas cervezas con los amigos. Vivir las cosas como Dios quiera que las vivamos, de verdad, con amor verdadero y no con sucedáneos, llámese género, noviazgos insanos o amistades peligrosas. Así podremos descansar como Jesús: con una paz inquebrantable. Dediquemos tiempo a lo importante y veremos cómo, aunque nuestro cuerpo, quizás, esté bastante cansado, lo que más importa, que es nuestro corazón, vivirá de verdad.