Éste es un escrito destinado al desprestigio de los obtusos, como santo Tomás. Cuánto daño se hace el obtuso, que se pliega sobre sí mismo como un contorsionista. Me contaron la historia de una mujer que le tenía pánico a la muerte, tanto, que todas las noches decía nueve mil jaculatorias para ganarse el favor del buen Dios. Murió extenuada por aquella infinita preocupación. Se obcecó en que Dios no podría vencer el pulso de sus pecados, que eran más y más fuertes. Pobre.

La semana pasada me llamó una mujer para confesarse, tenía problemas severos de corazón. En vez de una rendición amorosa ante la misericordia de Dios, que así es como en puridad deberíamos definir el sacramento de la penitencia, su relato fue un atracón de miserias imposibles de perdonar. Como llevaba un Holter en bandolera, yo percibía que su frecuencia cardiaca se aceleraba a medida que se ahogaba en una especie de suspicacia contra sí misma. Detestaba su pasado, su propia vida, se detestaba a sí misma, odiaba todo lo referido a sus acciones. Cerraba los ojos no para que su discurso ganara en concentración sino como el espasmo reactivo del que no se gusta. No se fiaba de Dios. Pobre obtusa. No pude calmarla.

El obtuso pone por definición una desconfianza natural en el otro. Necesita pruebas, una detrás de otra. Pascal tuvo una discusión con un amigo no creyente que se emperraba en que el filósofo le facilitara pruebas de la existencia de Dios, que él no tenía la culpa de haber nacido ateo, y que había que desplegar delante de él argumentos. Pascal sólo le pudo sugerir, “amigo mío, esto es cosa de saltar, abandona tus pasiones, confiésate, ve a misa y fíate de Dios”. No hay mejor medicina para el obtuso que no seguir su porfía. Es como el que padece alucinaciones, si sigues su melopea de persecuciones entras en su película y terminas compartiendo su pánico.

He oído a muchos cristianos echándose sobre la espalda el fardo de no saber rezar, “mire padre, sencillamente no sé rezar, lo he intentado toda mi vida, pero me distraigo, me pierdo, no sé y ya está”. Los obtusos de la impotencia en la oración son los peores, porque nunca sabrán que se puede rezar con el cuerpo, como decía el beato Carlos de Foucauld, “aunque la cabeza me baile, mi cuerpo está firme ante ti, Señor”. El obtuso huye de la creatividad, la mordaza de la impotencia le ofusca cualquier novedad. Lo suyo es un monocultivo de esterilidad.

Bienaventurado tú, que no eres como Tomás, que no pides pruebas para ponerte en la presencia del Señor, sino que te fías de sus palabras, como el niño hace con su madre. Porque sin darte cuenta, llevas un pequeño Picasso escondido dentro de ti, que en cada cuadro descubría una novedad, una posibilidad de perspectiva única. E improvisas, nunca echas el candado de tu casa, exploras. Eres de los amigos de Dios porque le dejas pasar primero, y no estás pendiente de ti.

El antónimo del obtuso, es el hombre libre.