Hoy, en Espíritu Santo nos revela, a través de la carta a los Efesios que se lee en la Misa, que Dios nos ha elegido en su Hijo para que seamos santos y nos ha elegido “antes de la constitución del mundo. La llamada no es “improvisada”, sino que forma parte del designio eterno de Dios, pues a los que predestinó, también los llamó (Rm 8, 30). En la vocación de cada uno se ha dado esa elección divina. Primero nos ha elegido y después nos ha creado para cumplir esa llamada. La elección precede a nuestra existencia, es más, determina la razón de ser de nuestra existencia. Algo de enorme trascendencia, porque el origen de la elección y la llamada no está en ningún merecimiento por nuestra parte, sino en la bondad y el amor de Dios por cada hombre. Dios nuestro Padre antes de crearnos nos ha elegido y sólo después nos ha creado con todos los dones y cualidades necesarias para poder realizar en nuestra vida esa elección “ser santos e irreprochables ante El por el amor”. Por tanto, sólo a la luz de esta llamada y elección adquieren pleno sentido los dones que Dios nos ha dado. Sólo tiene sentido que los empleemos al servicio de esa elección y vocación. Por esto mismo, lo más humano, lo más humano, el camino de nuestra felicidad, el sentido de nuestra existencia es corresponder a esa llamada divina.

Somos capacitados y comprometidos, nos insistía San Juan Pablo II en la Exhortación “Christi fideles laici”, a manifestar la santidad de nuestro ser en la santidad de todo nuestro obrar. El apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos los cristianos para que vivan “como conviene a los santos” (Ef. 5, 3). De tal manera que somos inexcusables. Nadie puede decir “¡No puedo!” Y cuando lo hacemos, se debe, en gran medida a la falsa idea de que sólo vale la pena intentar aquello que tiene un éxito humano asegurado. Olvidan que la santidad no consiste en cosechar triunfos y rellenar así una brillante hoja de servicios: se trata de amar a Dios en cada instante, viendo detrás de cada acontecimiento, también de una pequeña o grande contrariedad, su mano paternal y providente. Es cuestión de fe. No podemos olvidar que no estamos solos en la lucha por vivir “como conviene a los santos”. La gracia que nos precede también nos acompaña. Jesús sigue enviando a su Iglesia con autoridad sobre los espíritus inmundos, como nos recuerda el Evangelio de la Misa, enemigos de nuestra santificación.

La santidad requiere nuestra colaboración, nuestra respuesta a la gracia. La historia de cada uno no está escrita de antemano. Los santos no lo han sido inexorablemente. La santidad no es algo insólito, sino lo normal en la vida de un bautizado. Dios nos concede el privilegio de colaborar con El en nuestra santificación, aunque sea muy poco lo que podamos. Ser santo es heroico … ¡pero fácil!

No debemos esperar a encontrarnos en las condiciones externas que, según nuestro parecer, serían las mejores para progresar en la santidad. Se engaña quien piensa: seré santo cuando cambien las circunstancias, la mala racha que estoy atravesando en el trabajo o en la vida familiar; o una vez que supere aquello que me agobia; o cuando esté más descansado y en plena forma física; o después de que se hayan solucionado los acuciantes problemas … Si en esos momentos no fuera posible la santidad, querría decir que sólo podrían alcanzarla las personas con buena salud, las que viven despreocupadamente, nadando en la abundancia, sin contradicciones. No es a pesar de las muchas cosas que tengo que hacer, sino a través de ellas.

Le pedimos a nuestra Madre que, como Ella, seamos generosos en nuestra respuesta al Amor de Dios que nos llama y espera.