MIÉRCOLES XVII SEMANA TIEMPO ORDINARIO

san Mateo 13, 44-46

El Señor añade unas palabras a los Evangelios anteriores que, aparentemente, son una redundancia: “El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra”.

Se trata de un entendido en perlas; y, además, lo que encuentra no es “un tesoro” en general, sino una perla (es decir, de lo que ya conoce y sabe bien), pero “de gran valor”. La reacción es la misma que la del Evangelio anterior: “se va, vende todo lo que tiene, y la compra”.

Este “comerciante en perlas finas” podríamos ser nosotros, es decir, los cristianos, los católicos que ya sabemos qué es una perla, y estamos acostumbrados a tener perlas entre nuestras manos (en nuestro corazón): ¡cuántas veces habremos dicho o pensado después de leer algo de la vida del Señor que nos ha ayudado mucho!: “¡esto si que es una perla!”, “esto es una joya”. Incluso textos que hemos leído con frecuencia en nuestra casa, o estando en Misa … Perlas que, de pronto, hemos descubierto (como el mercader que había visto en su vida tantas perlas) “de gran valor”.

Comerciantes de perlas preciosas eran todos aquellos que nos han precedido (santos, mártires, confesores de la fe…) que, un día, “al encontrar una de gran valor”, vendieron todo lo que tenían y fueron a vivir de acuerdo con la riqueza que habían descubierto.

La Virgen llevó en su interior la “perla más preciosa”: el Hijo de Dios. Como “comerciantes de perlas”, que somos todos los cristianos, debemos seguir buscando, para encontrar en nuestro interior esa “perla de gran valor” que ya nada, ni nadie nos podrá arrebatar: el Amor de Dios.