No se me olvidará nunca la primera vez que vi al que sería desde ese momento mi párroco en el primer destino pastoral de mi vida sacerdotal.

Yo pensaba que al presentarme, lo primero que haría sería hacerme sentar tranquilamente en su despacho y hablarme de algunas cosas de la vida parroquial. Pero no fue así, aquel sacerdote, al ver que por fin iba a tener la ayuda que él había estado esperando me dijo: «¡rápido, ven y ayúdame!·. Se trataba de descargar un camión lleno de mesas recién fabricadas en una carpintería cercana. Yo pensé: «menuda manera de empezar». Sí, es verdad: la primera impresión es la que cuenta. Y yo nunca olvidaré lo que aquel sacerdote, ya mayor, me estaba enseñando sin necesidad de ir a ninguna clase para estudiar: «mi vida era servicio».

Algo así sucede con la escena evangélica de hoy, la llamada a los apóstoles. San Lucas la sitúa en un monte donde Jesús había pasado la noche en vela orando. A la mañana siguiente los llamó de entre el grupo de los discípulos para instituirlos con pleno poder como sus apóstoles: los doce apóstoles de Jesús. Inmediatamente y sin apenas darles tiempo para pensar y mucho menos para felicitarse así mismos bajaron de la montaña para encontrarse con un grupo grande de discípulos y gente sencilla del pueblo.

Era la hora de ponerse manos a la obra. Jesús había venido a curar y a salvar a una humanidad herida y perdida. Ahora por fin podía contar con la ayuda de unos compañeros de fatigas. Me impresiona mucho esta imagen de Jesús llamando uno a uno a sus apóstoles, a cada uno por su nombre y confiándoles este tesoro que no es otra cosa sino su sagrada misión: el hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por todos. A día de hoy, cuando alguien recibe la ordenación sacerdotal, normalmente se celebra con bastante solemnidad y después de la celebración religiosa se suele continuar la fiesta con un tiempo para compartir juntos la alegría y agradecer ese don. Pero aquí parece más bien que Jesús les debió proporcionar no solo un poder espiritual sino que también, materialmente hablando, les equipó para el servicio. ¿Quién en su sano juicio se pone manos a la obra vestido de gala? Al fin y al cabo estaban ahí para dejarse la piel en el servicio curando y tocando a una muchedumbre enferma, librando a tantos atribulados de los espíritus inmundos que los atormentaban.

Impresiona contemplar a Jesús y aquella multitud que le buscaba para encontrar en el el perdón la salud y la paz. Y cómo  toda la gente trataba de tocarlo. Imaginemos la escena porque es conmovedora, la gente agolpándose precipitadamente hacia Jesús. Con la certeza de que ninguno quedaría excluido de su amor, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos.

Para eso está la Iglesia en el mundo, para que todos los hombres, sean de donde sean, puedan tener esta experiencia. Como dice san Pablo en la primera lectura, todos estamos llamados a volver a nacer, a vivir la vida nueva que recibimos en el bautismo en el  que nos vivificó con él, y nos perdonó todos los pecados.

Vivamos unidos a él, arraigados y edificados en él, afianzados en la fe que nos enseñaron, y rebosando agradecimiento.