Una pareja de recién casados, se mudó para un barrio muy tranquilo. La primera mañana en la casa, mientras tomaba café, la mujer vio a través de la ventana, que una vecina colgaba sábanas en el tendedero y dijo: – ¡Que sábanas tan sucias cuelga la vecina en el tendedero! – ¿Quizás necesita un jabón nuevo? – Me agradaría ayudarla a lavar las sábanas. El marido miró y quedó callado. Y así, cada dos o tres días, la mujer repetía su discurso, mientras la vecina tendía sus ropas al sol y el viento. Al mes, la mujer se sorprendió al ver a la vecina tendiendo las sábanas limpias, y dijo al marido: – Mira, ella aprendió a lavar la ropa … – ¡Qué bien! El marido le respondió: – Mmm … no es lo que piensas. – Hoy me levanté más temprano y lavé los cristales de nuestra ventana.

¡Qué fácil y qué estúpido es acusar al otro! Pero… ¡qué conveniente y qué prudente es, sin embargo, acusarse uno a sí mismo! «·Por la boca muere el pez», dice el refrán castellano; y es que cuando hablamos, muchas veces nos delatamos. Sobre todo cuando señalamos a los demás. En no pocas ocasiones los acusamos de hacer aquello que nosotros hacemos también igual o peor. De esa manera, al acusar a otros en realidad nos estamos descubriendo a nosotros mismos. Por eso la imagen de la mota en el ojo ajeno resulta tan gráfica y hasta divertida, porque evidentemente el Señor está queriendo enseñarnos que antes de acusar a los demás de algo, deberíamos fijarnos bien por si acaso nosotros somos más culpables aún que los demás de aquello mismo que les imputamos.

Los fariseos acusaban permanentemente a aquellos que no eran perfectos en el cumplimiento de la ley pero no se daban cuenta de que al hacer esto, en realidad se denunciaban a sí mismos. Por eso Jesús habla de «guías ciegos». ¿Acaso un ciego puede llegar a otro ciego? La imagen en este caso es hilarante porque basta con imaginar la escena para ver cómo de insensata es la propuesta que hace Jesús. Todo lo contrario de lo que vemos en la primera lectura, en la carta del apóstol San Pablo a Timoteo, donde el apóstol reconoce que no puede presumir de nada puesto que él tiene un pasado del que no podría sentirse nunca orgulloso. Pero San Pablo refiriéndose a sí mismo manifiesta haber entendido la misericordia de Dios; dice que Dios tuvo compasión de él porque no sabía lo que hacía. Es la misma sentencia absolutoria de Jesús desde la cruz: «Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen».

Así, el verdadero apóstol es aquel que se reconoce ciego ante Dios y acude a Él para que le de la verdadera luz y poder ver ahora la realidad tal y como es. El verdadero apóstol es el que se ha despertado del sueño de su inocencia, del engaño de su propia justicia y ha reconocido su miseria y su pecado, y ha encontrado en Dios el perdón y la paz. Ahora sí puede mirar a los demás no desde sus sucias pupilas que todo lo empañan, que todo afean, sino desde la mirada limpia de un corazón inocente. Hoy viernes, día en que contemplamos la cruz de Jesús y nos sumergimos en el abismo de su misericordia, es una buena oportunidad para pedirle al Señor que nos abra los ojos y nos permite reconocer la verdad de nuestra vida, la verdad de nuestra condición de pecadores salvados llamados por la misericordia divina.