Empezamos una semana que va a estar marcada por la memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes. Una conmemoración que está estrechamente ligada a la salud de los hombres. ¡Cuántas personas acuden a Lourdes y a otros santuarios marianos en busca de la sanación de sus enfermedades!

Es la fe la que cura. Es la confianza ciega el verdadero milagro. Y de eso nos habla también la palabra de Dios. Hoy en el evangelio contemplamos a una muchedumbre que se agolpa en torno a Jesús buscando lo que necesitan: la salud. Conmueve contemplar esa confianza radical, esa fe ciega en su poder y autoridad que se manifiesta en la conciencia de no necesitar más que tocar la orla de su manto para sanar.

Los que hemos tenido oportunidad de conocer cristianos de otras latitudes, creyentes en otros países quizá menos avanzados en la práctica y ciencia médica hemos podido comprobar como esta misma confianza subsiste hoy en el pueblo cristiano.

Cuando uno se acerca a Cristo o a su Iglesia para encontrar la salud que necesita está, quizás sin darse cuenta, confesando implícitamente su fe. Es el reconocimiento de este poder y de esta autoridad que reside en la humanidad de Cristo, como la gloria que se oculta, pero está en el interior de una vasija de barro. Por eso quieren tocarle, por eso se amontonan y se agolpan sobre él. Dice el evangelio que los que acusaban cualquier clase de dolencia iban a él. Todos sin excepción.

En la carta a los Tesalonicenses, san Pablo dice que él tiene el deseo de que los creyentes sean plenamente consagrados a Dios, y esto, en la integridad de su persona como espíritu alma y cuerpo. En línea con esta concepción de la persona es fácil reconocer que hay enfermedades del cuerpo, somáticas, de la mente, psicológicas, y de lo más hondo y profundo del ser humano, espirituales. Y Jesús cuando sana, cura la persona en su integridad, Jesús es médico en el sentido pleno del término. Además, entre estas dimensiones hay una cierta jerarquía; es evidente que las heridas más hondas pueden ser el origen de las más superficiales. En mi experiencia como sacerdote he podido comprobar que el encuentro con Cristo provoca tal sanación en el espíritu que en ocasiones se traduce también en sanación psicológica e incluso somática porque Cristo salva a la totalidad del hombre.

Hoy al contemplar esta escena le pido al Señor que me quite el disfraz de mi autosuficiencia y de “perfecto estado de revista” para que pueda acercarme a él con la humildad y la pobreza con que lo hacía aquella gente; mostrándole a Jesús mis heridas, las más hondas y lacerantes especialmente. Le pido a Jesús que está vivo y tiene autoridad y poder que toque con su humanidad la mía, que por la gracia del Espíritu Santo me purifique, me lave, me renueve, me restaure y me consagre completamente él.