Las palabras de Cristo, “escuchad y entended todos” se dirigen a la gente para enseñarles donde reside la verdadera pureza e impureza del hombre; en el corazón. Dios creó al ser humano con un corazón capaz de compadecerse y amar, pero el pecado lo ha oscurecido y lo ha endurecido hasta convertirlo en un verdadero corazón de piedra. Jesús dirá en otro lugar: “Por la dureza de vuestro corazón… pero al principio no fue así”.

La enseñanza del maestro pretende iluminar el corazón del hombre que se encuentra endurecido. Sus palabras que iluminan el significado moral de las acciones humanas tienen como primer fin el revelar el sentido íntimo de la moralidad. Es decir, la verdad de la imagen y semejanza de Dios impresas en el corazón del hombre no es simplemente una verdad evidente que fuera innata, sino una llamada interna a cumplir el impulso más íntimo del corazón que es amar.

Este corazón está afectado por el pecado, ha perdido la semejanza y en él la imagen de Dios se encuentra empañada. Por eso los profetas, como por ejemplo Ezequiel, anuncian una época en la cual Dios mismo cambiará el corazón del hombre: “quitaré vuestro pecho el corazón de piedra y os daré un corazón de carne para que caminéis y viváis según mis mandatos”. La vuelta al corazón que propugna Jesús es ante todo una llamada dejarse purificar por su palabra y su amor redentor; en este sentido podemos comprender la doble dimensión del principio que tiene el corazón del hombre.

En la última cena veremos a Jesús lavando los pies a sus discípulos y diciéndole a Pedro: “Si no te lavo no tienes parte conmigo. El que se ha bañado, no necesita lavarse (la cabeza); está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos”. Y con ese gesto está de verdad purificando a sus discípulos al hacerlos partícipes anticipadamente de los frutos de su pasión, muerte y resurrección. Es el ruego del hombre que se sabe pecador: “Oh, Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu”. Y debería ser la oración de los discípulos conscientes de su pecado, como la mujer pecadora que lavó los pies a Jesús con sus lágrimas de arrepentimiento, agradecimiento y amor. Lamentablemente en esta ocasión, como los discípulos no son capaces de llorar sus pecados, ya lo hace Jesús, el maestro, por ellos. “Derramará sobre vosotros un agua pura que os purificará. De todos vuestros pecados e inmundicias os he de purificar, y os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo”.

En relación con la luz, el corazón es fuente de conocimiento verdadero del camino hacia Dios. Por eso debe estar iluminado para que pueda reconocer este camino con rectitud, por encima de las oscuridades en las que encierra el pecado. En segundo lugar, además del conocimiento, en el corazón encontramos el amor que, en cuanto principio activo, hace posible el llevar a cabo aquello que quiere; el nuevo principio que Jesús instaura es el amor de Dios que “ha derramado en nuestros corazones” y que va a permitir “realizar la verdad en el amor”. Aquí se anuncia un nuevo principio de nuestras acciones, el Espíritu Santo a modo de un nuevo instinto o impulso fundamental que puede dirigir la vida moral del hombre.

La capacidad que sigue esta acción del Espíritu está en la libertad que nos confiere de ser dueños de nuestras acciones: “donde está el Espíritu del Señor, ahí está nuestra libertad”. Este principio interior de nuestros actos cobra nuevo valor en la medida en que Jesucristo, el dador del Espíritu, se hace realmente presente en nuestras vidas; es su obrar en nosotros.

Por eso dirá el apóstol Pablo: “los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son los hijos de Dios”, y a continuación enumerará las obras del Espíritu, frente a sus contrarias, las obras de la carne, que prácticamente coinciden con las que compendia el Señor en su enseñanza del evangelio: “los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad”.

Dejemos que el Señor con su Espíritu nos purifique y alabémosle por ello eternamente.