Un discurso plagado de contraposiciones: bendición / maldición, pobre / rico, pasar hambre / estar satisfecho, reír / llorar. Nos gustaría que Jesús no plantease estas disyuntivas tan radicales. Nos tranquilizaría saber que existe una cierta gradación entre el blanco y el negro. Pero la realidad es que Jesús señala estas contraposiciones delante de nuestros ojos para despertarnos del engaño de creer que podemos caminar por dos caminos divergentes a la vez. En realidad, en cada momento de nuestra vida estamos en una encrucijada en la que debemos elegir entre los dos caminos que se abre ante nuestros ojos: el camino de la vida y el camino de la muerte. Jesús nos ha abierto el camino de la vida, es más él es el camino en persona es decir puede que no sepamos a dónde vamos, pero él camina a nuestro lado y eso es suficiente.

Es el camino del “amor a Dios hasta el desprecio de uno mismo”. Justamente, el camino contrario es el del “amor a uno mismo hasta el desprecio de Dios”. Y entre estos dos caminos hay un antagonismo tal que solamente cabe escoger uno y rechazar el otro.

El camino de la muerte que es el camino del amor a uno mismo puede resultar interesante en sus comienzos: uno empieza por sentirse seguro porque sus necesidades materiales están cubiertas, pero entonces se siente insatisfecho y necesita acumular más, atesorar para sentir seguridad ante el futuro. Después, necesita dar la imagen de felicidad y por eso elige planes divertidos y “se echa unas risas” para dejar claro a todo el mundo, a ser posible publicándolo en las redes sociales, lo bien que se lo pasa. Por último, el que camina en esta senda necesita obsesivamente el aplauso y el reconocimiento de los otros hasta esclavizarse y convertirse en aquello que nunca quiso ser; con tal de agradar, uno pierde su verdadera esencia y cuando ha perdido su esencia lo ha perdido todo. El camino que parecía prometer la felicidad se convierte en una pesadilla dónde pierde aquello que creía que tenía y empieza a sentir una necesidad mucho más honda y profunda que la que se cubre con la superficialidad de un mundo frívolo y vanidoso y por último pierde hasta el sentido de la vida si no la vida misma.

El camino de la felicidad por el contrario en sus inicios es exigente y poco atractivo, pero a la larga deja en el corazón una alegría inaudita y duradera por tanto verdadera. Cuando uno vive poniendo la confianza en Dios y en ese sentido quiere recibirlo todo de su mano generosa sin poner la confianza en las propias seguridades y certezas entonces es cuando descansa y disfruta de la vida sabiendo que hay quien cuida de él, que el creador no abandona a su criatura. Cuando uno decide estar cerca de los que sufren y no rehuir al dolor y la cruz sino abrazarlo voluntariamente para dotarlo de sentido y transformarlo por amor; entonces, aunque de primeras llore, a la larga se experimenta el verdadero consuelo, la auténtica alegría. Y cuando uno vive ocupado en agradar a Dios y despreocupado de la opinión de los hombres, aunque sea rechazado, infamado, injuriado y perseguido, uno sabe que está en el equipo adecuado que ha decidido militar en el bando vencedor, el descanso y el premio a tanta entrega es cuestión de tiempo.

Así son las bienaventuranzas no dejan a nadie indiferente, no están hechas para pasar desapercibidas, sino que provocan en aquellos que las escuchan reacciones muy diversas. Quién fuera tan libre como Jesús en su tiempo, que era capaz de increpar a la autoridad civil, el rey de Galilea y llamarle peyorativamente “esa zorra”, y a las autoridades religiosas: “raza de víboras”. Es comprensible que despertara una gran animadversión y rechazo. Ojalá no le quitemos toda la belleza y atractiva al evangelio arrebatándole su aguijón. Si lográramos no aguar el vino, si consiguiéramos no estropearlo, seguro que habría más paladares capaces de reconocer la excelencia de ese último trago.