Es mejor ser sabio que ser listo. El sabio pone todos su conocimiento al servicio del bien común, conocedor de que lo que es y sabe no sólo responde al mérito del desarrollo de sus capacidades, sino también a todo lo que ha recibido. El listo, en cambio, puede ser brillante, un fuera de serie o incluso un premio Nobel; pero puede caer más fácilmente en la trampa de las vanidades de este mundo, terminando por olvidar quién le llevó a la cumbre y buscándose a sí mismo. Nada bueno sale de ahí: la envidia, la búsqueda de reconocimiento, la vanidad de la vida, las rivalidades…

El apóstol Santiago lo deja claro: es mejor ser sabio sin ser tan listo que ser una lumbrera sin sabiduría. El sabio cuenta con la cualidad que hace germinar todos los dones: el amor de Dios, que está detrás de la fecundidad de todo lo que hace y busca. ¡La auténtica sabiduría que alaba la Escritura viene de arriba, como la lluvia! Es muchísimo lo que nos hace crecer la gracia de Dios cuando abandonamos el orgullo de la autosuficiencia.

Eso mismo le sucede al padre del evangelio de hoy: está entre la espada y la pared. Lo reconoce. Pero no como una derrota, sino como una constatación. En esa situación, en la que no se puede hacer nada, la nobleza de su corazón le lleva a ser infinitamente sincero con Jesús: «Creo, Señor, pero ayuda mi falta de fe». ¡Bravo! No hay nada que un padre no quiera hacer por un hijo en dificultad. Pero el deseo siempre será más grande que las posibilidades reales: no podemos tanto como queremos. Nuestro pozo es limitado, tiene una cantidad de agua finita. Necesitamos la lluvia de la oración, con la que experimentamos al mismo tiempo la fragilidad de nuestra vida y lo grande que somos para Dios. Él sí puede hacer todo lo que quiere, puede llenar nuestro pozo vacío. Y lo ha hecho: en Jesucristo nos lo ha dado todo. Esto último podríamos no comprenderlo bien y, al ponernos a prueba las dificultades de la vida, terminamos or derrotados y humillados. Para evitarlo, no es casualidad que la medicina que Jesucristo receta en este caso sea la oración. Sólo allí descubrimos la verdad de nuestra existencia a los ojos de Dios. Y sin esa mirada concreta acerca de nuestra vida y y la del mundo, es fácil estar despistados.