Dios ama a los hombres y, porque los ama, confía en ellos. Este amor y confianza tiende más bien a ilógico si consideramos nuestras andanzas a lo largo de la historia: somos capaces de lo más alto y de lo más bajo. Pasamos de la cumbre del arte y de los estados de derecho al abismo de la violencia criminal y la codicia casi sin pestañear. Mirando el mundo, la pregunta fácil es si realmente la humanidad merece la pena. Cuando empiezan a aprobarse leyes que igualan las mascotas a las personas, te entran dudas de las de verdad. Uno no ve futuro a una humanidad tan estúpida y, sobre todo, adormecida.

¿La humanidad merece la pena? Nuestra respuesta será un eterno interrogante al constatar nuestros vaivenes. Pero la respuesta de Dios es otra, más ilógica: sí, merece la pena. Y no sólo eso; además de merecer la pena, cuenta con ella. La prueba más evidente es la fiesta que celebramos hoy: cuando se trata de cuidar y conservar el tesoro más valioso que Dios ha regalado a la humanidad, lo pone en las manos de Pedro. ¡De Pedro!: orgulloso, tozudo, traidor, débil… ¡De Pedro!: un pescador, de pueblo, un don nadie en la sociedad de entonces, sin títulos, sin idiomas… ¡De Pedro!: un simple mortal…

Esas mismas consideraciones se haría en tantos momentos el propio Pedro, y no encontraba lógica en la respuesta. ¡Tan limitado, tan pecador, tan… tan de todo!…

Cuando somos el centro de la fiesta, siempre encontramos un lunar feo, o dos… Pero cuando dejamos de mirarnos a nosotros mismos y le miramos a Él, la ilógica divina empieza a encontrar su absurdo sentido: nosotros seremos pequeños siempre, pecadores y mortales mientras estemos en esta tierra. Por eso, precisamente por eso, ha venido Él al mundo: para estar con nosotros día a día, compartir nuestra vida, sufrir, reír, descansar, trabajar, estudiar, divertirse con nosotros. ¡No sólo ha venido a estar con nosotros, sino a darnos de su propia vida! Entonces, cuando a nuestra vida sumamos la suya, resulta que la suma sale «infinito».

Y lo infinito de Dios lo puso Jesucristo en manos de Pedro. ¡De Pedro! La permanencia del contenido de la Revelación divina (en teología se llama el «depósito de la fe»), la salvaguarda y explicación de la fe de la Iglesia, el principio de unidad de todos los fieles con Cristo… Pedro es el Vicario de Cristo y su tarea es hacerle presente a la humanidad entera.

El papa será siempre el personaje más contradictorio de la humanidad: un simple mortal, con sus fragilidades… con las llaves del Reino de Cristo mismo, el Rey del universo, Dios inmortal. ¡Esto sí que es ilógico! Pero es tan real, una muestra inequívoca de la confianza que Dios tiene en una humanidad tan rota, que no podemos sino rezar todos los días por el papa, darle gracias a Dios por tener un padre que nos cuida tanto.

Karol Wojtyla, Joseph Ratzinger, Jorge Mario Bergoglio… ¿qué pensarían cuando fueron elegidos? Mirándose a ellos, pensarían «tierra, trágame». Pero mirando a Cristo, se dejaron crucificar, entregaron su vida y repitieron: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios».

Con Cristo, todo es posible. Y el papa nos hace presente a Cristo.