El apóstol Santiago describe la dramática infelicidad que provoca en el corazón el apego desordenado a los bienes. Llegan a convertirse para algunos en una auténtica cárcel, un infierno en la tierra a causa de la adición que provoca la codicia, ese agujero negro de deseos insatisfechos que nunca se llena por mucho que eches en él. Es el reverso tenebroso del salmo responsorial, que recoge la primera bienaventuranza. Son la cara y la cruz del corazón humano en esa constante lucha por ordenar nuestros apegos hacia los bienes más importantes de la vida y alcanzar de este modo la felicidad, la dicha. De hecho, lo propio de tener bienes es gozarlos. Detrás de los gozos pasajeros, en realidad estamos buscando el Gozo eterno. Nos interesa mucho gozar de los dos, cada uno según su medida. Y este gozo ordenado es a lo que llamamos felicidad.

En el camino de la vida, necesitamos bienes materiales porque nosotros mismos somos materia, formamos parte de este mundo creado. Estos bienes ayudan al desarrollo de nuestra vida: la sostienen, la hacen crecer, la llenan de variedad, la dignifican, nos ayuda a disfrutar. Pero no son fines en sí mismos, sino medios para alcanzar la felicidad. Esta diferencia entre medio y fin a veces queda ensombrecida por nuestro corazón, que no termina bien de aclararse con la diferencia.

Ayer veíamos lo importante que es poner nuestras vidas en manos de Dios, y no en las nuestras; hoy se nos advierte de no poner nuestra vida en manos de las riquezas porque, lejos de salvarnos, adormecen nuestra vocación a los bienes más excelentes. Hacemos un spoiler del final de tu vida: tampoco las riquezas te pueden resucitar.

Queda por aclarar que los bienes creados no sólo son materiales, sino también espirituales. Y que tanto unos como otros requieren un afecto ordenado, calibrado, para que los disfrutemos adecuadamente.

Las riquezas materiales son las más fáciles de explicar porque son las que tenemos a mano de nuestros sentidos. Comenzamos de niños valorando mucho la comida y los juguetes. Luego aspiramos a un coche, un móvil, un jamón de 5J, un piso… Hasta que llegamos al ejemplo por antonomasia: «Señor, que me toque la lotería». Todo eso puede ser maravilloso. Pero confundir la posesión de esas cosas con la felicidad es una relación más ficticia de lo que parece. Y esa es la trampa.

Las riquezas espirituales son muy necesarias: la cultura, el amor, la libertad, la vida espiritual… Somos seres trascendentes. Pero en ello podemos encontrar también apegos desordenados que nos hagan profundamente infelices. Basta contemplar en la cultura actual cómo se entiende mayoritariamente el amor. No es secundario que la gente no se case y que no tengamos hijos. La codicia del subjetivismo y la adoración del dios llamado «bienestar» ha ahogado la trascendencia de un amor capaz de construir un matrimonio, una familia y una sociedad. Por otro lado, en la vida espiritual podemos tropezar con el voluntarismo y el perfeccionismo, máscaras religiosas del orgullo; con el racionalismo, que hace menguar a Dios a las categorías de nuestro modo de pensar o, aún peor, a las categorías de una religión paniaguada amoldada a las ideas de moda en el momento. Todo ello también nos lleva a una profunda infelicidad.

Vivamos anclados en Cristo, nuestra gran riqueza. Si le tenemos a Él, ¿vamos a echar algo de menos? ¡Cristo mismo es nuestra dicha, nuestra felicidad, nuestra bienaventuranza eterna!