Dicen las malas lenguas que la diferencia entre un hada madrina y una bruja son diez años de matrimonio. Pero ¡qué barbaridad! Dudo que nadie se case con esa perspectiva de futuro.

La voluntad de Dios es clara: el matrimonio es una vocación, no un mero proyecto de dos amantes. Cristo mismo da respuesta sobrenatural a las eternas y universales polémicas que genera la convivencia nupcial cuando aparecen los problemas. Las relaciones personales están sometidas a las pruebas en las que nos meten nuestros propios pecados. Amamos a través de los obstáculos de nuestras limitaciones y pecados; no podemos hacerlo de otro modo. Y construir la vida común requiere de una gran paciencia y fortaleza aceptando los cónyuges sus aciertos y errores. Paciencia igual que el santo Job, o incluso más.

El divorcio lo crean los hombres, no Dios. Él es comunión y, como tal, su proyecto para la humanidad sigue el mismo camino: la comunión en el amor. Demos gracias hoy por todas las personas que Él ha puesto en nuestro camino y cuidemos a todos ellos, empezando por los más íntimos y cercanos. Especialmente, los cónyuges, apoyen su vida familiar en la roca que es Cristo para evitar que las aguas torrenciales arramblen con la casa. Y recemos por tantos corazones en prueba: los matrimonios que viven una crisis; los que han decidido separarse; los que han acudido al divorcio. A estas intenciones, podemos añadir otras también hoy muy necesarias: los que, una vez divorciados, han emprendido una nueva relación; los que desean casarse pero no han encontrado con quién.

El matrimonio es la preciosa vocación en que el hombre y la mujer construyen, apoyados en la gracia de Dios, un hogar en que la comunión en el amor germina en una vida constante de generosidad, de sacrificio, de trabajo, de diversión, de perdón, de comprensión, de apoyo, de viajes…