El sacramento de la unción de enfermos la describe de modo sublime el apóstol Santiago. Se trata del modo en que Cristo sigue visitando a los enfermos, les impone las manos, les unge con óleo, les da la gracia para llevar su dolor, pone esperanza en trances desesperados, ilumina con la fe en la vida eterna el posible trance de la muerte, ayuda a vivir con paz en medio de la adversidad.

Jesús nos da la mano, aprieta fuerte, fuerte, para darnos seguridad en momentos de penuria, de duda, de incertidumbre, de dolor. A lo largo del evangelio, son muchos los relatos sobre visitas a enfermos. Algunas acaban en curación milagrosa; otras muchas no. Pero en unos y otros casos, la paz de Dios llega a los enfermos.

Y no sólo a ellos: también a sus familiares y a los que les cuidan. A lo largo de mis años de ministerio sacerdotal, son muchas las unciones de enfermos que he administrado, y allá donde fuere, he hecho lo posible por reunir a cuantas más personas mejor para hacer una oración unidos. Aprovecho siempre para hacer una breve catequesis (nada plúmbea, porque en esas circunstancias no está el horno para bollos) del significado de los ritos y el trasfondo de este sacramento, que es la visita del mismo Cristo. Los acompañantes acaban también con igual paz que el enfermo.

Al fin y al cabo, es la iglesia unida la oración la que se reúne para elevar las súplicas por los enfermos: «Suba mi oración como incienso en tu presencia, Señor».

Hace años hice un comentario más pormenorizado a este sacramento.