La última frase del evangelio de hoy parece avalar más bien la primera opción, entre la misión del Hijo de Dios y la de sus apóstoles se percibe claramente una sorprendente continuidad. “Y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban”.

Este es el papel de Marcos, cuya fiesta celebramos hoy unidos a toda la iglesia universal. Él era una especie de “notario” que acompañó a Pedro en los últimos años de su ministerio, probablemente en Roma, en la década de los 50, cosa que sabemos porque Papías, obispo de Hierápolis, lo presenta como el «intérprete de Pedro», dando a entender que el Evangelio según san Marcos contiene la genuina predicación del que fuera cabeza visible del primer colegio apostólico.

Él confirma que lo que Jesús había anunciado que sucedería, de hecho, sucedió tal y como se había predicho. Jesucristo, resucitado y vivo, era el que actuaba en las palabras y los gestos de los apóstoles, confiriéndoles su misma eficacia.

El Evangelio de ayer, domingo, terminaba con esta afirmación: “Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Éstos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre”. Pienso que esa infinidad de signos que a su vez colmarían una infinidad de libros, verdaderos evangelios, son en número y en concreto tantos como creyentes que hay diseminados en el mundo entero. Porque cada uno de los fieles cristianos es en verdad un evangelio vivo que contiene una preciosa y larga lista de signos de salvación.

De hecho, el mandato está claro: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. el que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado”. Por tanto, no es algo negociable, es una exhortación muy directa y clara: nuestra vocación es eminentemente misionera. Y para eso lo único realmente necesario es tener la experiencia personal de haber sido salvados y posteriormente elegidos como instrumentos de esa misma salvación.

“Os conviene que yo me vaya” leemos en el evangelio según san Juan. Pero… ¿alguien me lo explica? ¿cómo nos puede parecer algo positivo que Jesús se vaya? Evidentemente porque la manera de entender esa “ida” es completamente anómala. Se trata de que Jesús muriendo, resucitando y habiendo sido sentado a la derecha de Dios Padre, vive para siempre e intercede por nosotros. Ahora está inmediatamente presente en cada uno de los suyos, en cada uno de nosotros. Atrás queda la distancia que inevitablemente le separaba de nosotros y limitaba tanto la capacidad de encontrarnos con él. Ahora está dentro de nosotros, si le dejamos entrar.

«Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito». Ahí está la razón profunda de esta conveniencia. El Espíritu Santo, auténtico protagonista de la vida de la iglesia naciente, es el que confiere a los apóstoles la capacidad para echar demonios, hablar lenguas nuevas, coger serpientes en sus manos y, beber su veneno mortal, sin que les haga daño. La capacidad de imponer las manos a los enfermos y que queden sanos.

Contemplemos hoy a Jesús, en su ascensión al cielo, sin añadir nada a la sobriedad del relato: fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Pero antes de esta auténtica celebración de su coronación y entronización, contemplemos también este envío como algo que recae ahora en nosotros, algo de lo que no tenemos escapatoria y que merece la pena vivir… en la salud y en la enfermedad… proclamad el Evangelio a todas las personas que salgan a vuestro encuentro y que. probablemente el único evangelio que puedan leer sea vuestra vida: el evangelio según “san tú”.