Basta una pequeña luz para que se disipen las tinieblas en la noche. La luz que Jesús ha encendido en la pascua vence sobre la oscuridad del pecado y de la muerte.

Por eso los creyentes en Cristo no podemos esconder esa luz que Él ha encendido en nosotros. Es absolutamente necesario que esa luz sea puesta en el candelero. Como era necesario que el hijo del hombre fuera levantado sobre la tierra para atraer a todos hacia sí. La pascua es la luz que ilumina a todos los hombres de este mundo.

La resurrección de Cristo alumbra a todos los de la casa. Es el testimonio de una vida nueva y transfigurada lo que puede despertar a los hombres de su muerte cotidiana. Los creyentes no brillamos con luz propia, sino que reflejamos en nuestra vida la luz del resucitado. Son vidas luminosas, en las que las buenas obras dan testimonio de la novedad experimentada. Unos cielos nuevos y una tierra nueva que se abren paso ahora porque el primer mundo ha pasado. Y Dios todo lo hace nuevo.

No solo la luz sino también la sal que preserva de la corrupción los alimentos y los conserva para que se mantengan saludables y a la vez sabrosos. También la sal es necesaria en nuestra sociedad tan amenazada por la corrupción, especialmente la de los responsables de los pueblos. La sal tiene su función terapéutica y purificadora. Como el agua del mar que escuece en las heridas.

Y la ciudad en lo alto de la montaña que sirve de referencia para el peregrino que quiere orientarse y encontrar el buen camino. Tampoco la ciudad se oculta. Así pasa con los cristianos que haciendo las obras de Jesús en nuestros días servimos de referencia para esta sociedad tan desorientada y que carece de referencias permanentes.

Que bonito saber que todo esto no es algo que tengamos que hacer, sino que es lo que se nos ha dado. En concreto en el bautismo. Desde esa hora somos lo que alumbra, preserva y orienta a tantos conciudadanos de este mundo que nos está tocando vivir.