No le vino igual al Señor conocer al ser humano desde arriba que desde dentro. Quiero decir, desde el momento de la Encarnación, Dios no conoce a su criatura con la distancia con la que el creador conoce su obra, sino desde dentro, desde el pálpito de sus sentimientos. Desde que sabemos que Cristo y el Padre son uno, todo lo humano es el habitáculo donde lo divino ha puesto su morada. Algo impensable para un judío, un babilonio o un persa, bueno, en el fondo también para cualquier persona de nuestro tiempo.

Pero no fue tan fácil el contacto de Dios con la carne humana. Jesús se dio cuenta en seguida de nuestras incapacidades. Hoy tenemos un ejemplo mayúsculo en el Evangelio. Lleva el Maestro tres años con los suyos, llamándolos hijitos y cosas muy íntimas, y de repente se da cuenta de que nadie le entiende, “Felipe, ¿cómo me dices muéstranos al Padre?”, es decir, ¿tanto tiempo no te ha sido útil para sacar la conclusión que Dios ha venido a vivir entre vosotros? Pero no fue la única sorpresa del Señor. Pedro le niega, Judas le niega, en el fondo le niegan todos, evaporándose en el momento crucial de su vida, cuando se lo llevan a crucificar. El joven rico prefiere sus propiedades a la hacienda que Dios le promete. La madre de los hijos del Zebedeo está pensando en la ubicación de sus niños en el más allá, antes que en la consecuencia de los horrores que Jesús tendrá que padecer. El Señor muchas veces termina sus discursos diciendo, “¿y todavía no entendéis?”, como si se dirigiera a faltos de entendederas. Cuánta razón tienen las palabras de san Juan, “vino a los suyos y los suyos no le recibieron”, es más, es que ni se enteraron. El Evangelio parece cerrarse con unas palabras de frustración del Hijo de Dios sobre la posibilidad de hacer algo razonable del género humano, “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Pero atención. Hay una noticia que está en el envés de esta presunta decepción. Contra toda sospecha, Dios está enamorado del hombre, jamás lo dejará, no le importa nuestro corazón obtuso ni nuestros pecados. Lo que quiere condenar es al pecado, no al ser humano, como decía san Ireneo. De cerca, el Hijo de Dios ha descubierto nuestra absoluta necesidad de que alguien nos empuje hacia arriba, porque si no, bajamos la cerviz y nos distraemos con lo terreno y su millón de precariedades. “Tanto amó Dios al mundo…”, todavía nos sigue siendo incomprensible esta frase a cada uno de nosotros, que amamos cuando nos aman y damos cuando nos dan. Creemos que Dios haría lo mismo, y no es verdad.

Tenemos sólo una vida para descubrir el milagro del amor de Dios, que se deja pagar por el hombre con incomprensión y desidia. Pero Él no cede en su interés por nosotros. ¿Por qué a quienes estamos dispuestos a fallarle un millón de veces, el Señor nos sigue esperando a la puerta de nuestra casa? Ya te digo, sólo tienes una vida para descubrirlo.