La lectura del Evangelio de hoy es continuación de la de ayer, es decir, nos encontramos en la primera temporada de una serie que podría denominarse “Introducción a la locura del amor de Dios” (título poco sutil, lo sé). Hoy contemplamos el tercer capítulo del discurso del pan de vida. Y quizá sea uno de los pasajes más duros del Evangelio. Sí, porque a veces la desconfianza hace mucho más daño que el golpe que nos hizo sangrar en el brazo. Había muchos discípulos que seguían de cerca al Señor, no sólo eran los doce, a Cristo se le sumaban riadas de personas que empezaban a entenderle o estaban fascinados con su manera de hablar de Dios. Iban poco a poco acomodándose a Él, habituándose a su lenguaje de intimidad que les hacía fácil la compañía del Altísimo. Hasta no ver al Señor, pensaban que ser creyente era apuntarse a cumplir los mandatos y las normas, acarrear todo el legado de Moises, aunque el corazón estuviera a millones de kilómetros. Con el Maestro cerca, parecía que Dios era cuestión de dejarse seducir por Él y cambiar la manera de vivir por amor.

Pero de repente, cuando les empieza a preparar para el milagro de la eucaristía, se echan atrás, piensan que ha sobrepasado el límite de la cordura, y se les frunce el ceño. En vez de desistir, y decirles que era broma, hombre, no os marchéis, no os lo toméis tan a la letra, ¿no veis que es una de mis parábolas?, ¿cómo vais a comer mi carne?, que no, que todo es lenguaje simbólico, anda, volved… En vez de abandonar las consecuencias de la Encarnación de Dios, la locura de su permanencia en el mundo, del Dios con nosotros, en nosotros, desde nosotros, se reafirma en lo que cuenta. Porque Dios quiere amar desde el hombre, esa es la eucaristía, la ruptura de las alturas, la desaparición de toda frontera de comunicación, como la pintura que quisiera escaparse de su marco.

Qué triste debió quedarse el Señor, porque se le fueron todos menos los doce. Dice Milán Kundera que hay cuatro maneras de querer ser mirado por los demás. La primera es la del famoso que quiere ser contemplado por su clientela de forofos, como la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses. La segunda es la de quién quiere ser reconocido y mirado por los suyos y por los amigos, son aquellos que siempre montan fiestas y reuniones en su casa para sentirse anfitriones y verse contemplados en el rostro de los otros. La tercera es la de quién quiere ser mirado por un amor imaginario, la típica mirada romántica del adolescente. Y la cuarta es la de quien busca el amor en la mirada del otro, la posibilidad real de amar y ser amado. Ésa era justo la mirada que esperaba Cristo de los que le seguían, y sin embargo se espantaron.

Menos mal que tenemos a Pedro, “¿a quien vamos a acudir, Señor?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Ojalá tuviéramos cien años más en esta vida sólo para repetir por la mañana esta frase de Pedro.