Dice el salmo 40 (v. 5s): “Dichoso el hombre que ha puesto | su confianza en el Señor, | y no acude a los idólatras, | que se extravían con engaños. Cuántas maravillas has hecho, | Señor, Dios mío, | cuántos planes en favor nuestro; | nadie se te puede comparar. | Intento proclamarlas, decirlas, | pero superan todo número”.

Es verdad. Echando la vista atrás uno cae en la cuenta de todos los milagros que Dios ha hecho por cada uno de nosotros. Innumerables. A menos que uno se erija en el único autor de su vida y crea que todo lo poseído ha sido una pura conquista atribuible a su esfuerzo. Pero eso no se lo puede creer nadie que esté en su sano juicio porque no es cierto; lo más valioso de nuestra vida, empezando por esta misma, es un puro don que se recibe de otro.

De ahí la tristeza o frustración que expresa Jesús ante sus interlocutores, los pueblos de Corozaín y de Betsaida, de los que dice que han endurecido su corazón. A Jesús también le pasa esto mismo con nosotros cuando a pesar de todos sus esfuerzos no nos convertimos.

Nos resistimos, su palabra no nos toca el corazón, no hay una acogida de su novedad ni una transformación en nuestras vidas. Mostramos indiferencia, somos espectadores de las acciones de Dios, pero no nos dejamos afectar ni implicar por ellas, nuestra apatía y desinterés hacen que nos resbale su predicación y que no nos dejemos tocar, no hay conversión, no hay cambio ante lo que nos hace mal. Continuamos con nuestra frialdad e insensibilidad. Nos parece que todo es más de lo mismo, Dios no nos sorprende. Ciegos, sordos…

No hay nada peor que no percibir la ausencia de Dios como una verdadera ausencia. Es decir, lo que muchas veces retarda nuestra conversión es estar acostumbrados a una vida sin grandes deseos ni altura de miras. Vivir conformados a esta vida y sus paupérrimas expectativas. Como la vida de la cucaracha que nace, crece, se reproduce (en el mejor de los casos) y muere.

Si no percibo en mi interior esa sed de infinito que es en realidad nostalgia de Dios, entonces, me instalo en lo inmediato, sin trascendencia ninguna. Comamos y bebamos que mañana moriremos. Pero la realidad es bien distinta: Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito.

El hombre en este mundo está llamado a una vida que trasciende este mundo. Es un buscador de la vida verdadera, de la verdad, la belleza y el bien. Anhela conseguir alianzas estables y cada vez en un grado mayor de unidad entre los suyos. Y solo Jesús tiene palabras de vida eterna que dan respuesta a estos anhelos. Y cuando no lo consigue termina en el más profundo y doloroso fracaso: “Bajarás al infierno”.

Por eso Jesús nos increpa, para despertarnos. Somo como unos enfermos que rechazan a su médico y por tanto desechan su propia curación. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras y con su cuerpo y su sangre! Creer en Jesús significa reconocerle a él como el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un elemento accesorio: es el «pan vivo», el alimento indispensable, pan nuestro de cada día. Adherirse a él, en una verdadera relación de fe y de amor, significa ser profundamente libres, elegirle a él es empezar a vivir de verdad y experimentar su fidelidad y su misericordia que son eternas: “Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío, cuántos planes en favor nuestro”.