Algunos han llamado estas palabras, el “Magnificat” de Jesús, porque es una alabanza similar a la que hizo María en casa de isabel y Zacarías, una bendición que sale de su corazón con tanta fuerza que se escapa por los labios.

Jesús, lleno del Espíritu Santo, engrandece y agradece a Dios, su Padre, su designio de amor para los hombres. De una manera particular se alegra de que Dios Padre no haya impuesto a los hombres la confesión de la fe, sino que haya querido esconder su misterio y revelarlo por medio de la humanidad de su hijo. De esa manera ha sucedido tal y como María cantaba en su himno de alabanza: Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.

Así le ha parecido mejor al Padre. Esa ha sido la manera: esconder el misterio de su presencia en la pequeñez, en la debilidad y en la pobreza de la carne humana, esa que Jesús tomó de su madre, María santísima.

Así pues, ante Jesús se plantea un dilema inevitable, una dramática elección. Acogerle y por tanto conocerle como Hijo y así reconocer a Dios como Padre o bien, rechazarle y considerar que Jesús es un simple hombre más. En este sentido comprendemos que Jesús haya dicho de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí”.

Jesús es la puerta por donde el hombre accede al misterio divino. Y no hay otro camino que no sea este que el Padre ha querido para los hombres. Por eso tantos satisfechos, orgullosos y llenos de sí mismos pasan de largo ante Jesús sin reparar en que él es la puerta que da paso a la vida.

Mientras que otros pequeños, pobres y sencillos, porque le piden, reciben, porque lo buscan, lo encuentran y porque llaman a su puerta, se les abre de par en par el reino de los cielos.

En muchas ocasiones oímos en el evangelio la expresión “escondido”, por ejemplo, el tesoro escondido en el campo, ese que cuando uno lo descubre fortuitamente entonces va y vende todo lo que tiene, contento para adquirir el campo y con él, el tesoro también. O cuando Jesús dice: “nada hay escondido que no llegue a rebelarse” … Es como si el Señor nos dijera que para conocer la verdad de la realidad e incluso la del mismo Dios es necesario implicar la libertad, es decir: querer creer.

Jesús le dirá a Tomás:” Porque has visto has creído, dichosos los que crean sin haber visto”. Es esta otra bienaventuranza más que se puede atribuir a aquellos mismos a quienes Jesús llamaba “dichosos” en el sermón de la montaña; toda aquella muchedumbre que le seguía porque ponían en él su confianza, que le buscaba porque se alimentaba de sus palabras que eran para ellos palabras de vida eterna. Los que eran dichosos porque, en definitiva, se identificaban con él, con Jesús el maestro, y estaban dispuestos a vivir no solo con él, sino también con él y como él.

El cristiano del siglo XXI debe despojarse de todos sus apegos y sobreponerse a todos sus temores, como un niño que se abandona ciegamente en los brazos de su madre, o como un pequeño que sabe que está seguro si su padre lo sostiene en sus brazos con una ternura infinita.

Los santos no son héroes que destacan por su fortaleza humana sino personas normales en las que se manifiesta de modo admirable la fortaleza y la sabiduría de Dios. Es el misterio de la cruz de Cristo que, como dice el apóstol Pablo es escándalo para los judíos y necedad para los griegos, pero para los creyentes en Cristo, judíos o griegos, es fuerza de Dios y sabiduría de Dios.