En el caso del Verbo Encarnado, las apariencias engañan más que en ninguna otra persona. Perteneciente a dos mundos al mismo tiempo, el humano y el divino, sin diluir ninguno de los dos, sin confundirlos, sin mezclarlos, pero haciendo presente los dos a la vez por la unión de las dos naturalezas en su única Persona, la presencia de Jesús de Nazaret sigue siendo también hoy nuestro punto de contacto con el mundo divino: estar con Él es estar con el hombre-Dios y con el Dios-hombre. A través de su humanidad tocamos su divinidad.

A lo largo del evangelio, el Señor muestra señales que indican que su reino no es de este mundo, sino del divino, que Él proviene del Padre, viene enviado de arriba. Dos son los momentos en que esa gloria divina traspasó el velo de su humanidad y se hizo visible su divinidad.

La primera es la que hoy celebramos: en lo alto del monte Tabor, los discípulos predilectos, Pedro, Santiago y Juan, fueron llevados al cielo. Y no por estar en lo alto de un monte, sino porque fueron rodeados de la luz propia de la divinidad. Los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) detallan de igual modo lo acontecido: desaparece el velo de la humanidad y se llena todo de luz; los discípulos se quedan atontados, sobrepasados por lo que nunca nadie había visto; Moisés y Elías testimonian que Jesús es el Mesías prometido en la historia de la salvación. Todo un momento de revelación sobrenatural que aturdiría a cualquiera.

Lo revelado ese día pone de pronto una «distancia» infinita entre los discípulos y Jesús. Lo que apenas habían intuido por la fe a lo largo del tiempo que llevaban con Él, hoy da un paso infinito. Dada la novedad —nunca antes ningún ojo vio y oyó lo que ellos acababan de ver y oír— siguieron boquiabiertos y desconcertados después, no sabiendo cómo explicar lo sucedido.

La gloria divina es mostrada para para fortalecer la fe de los discípulos en la hora que se acerca para Jesús: la pasión y muerte. Estos tres discípulos van a pasar de la gloria del cielo al infierno del anonadamiento.

Esta es la primera vez que la divinidad de Jesús traspasó su humanidad. En la segunda no hubo testigos humanos: tan sólo el sudario y la sábana santa.