Como estamos en pleno mes de agosto, la segunda lectura y el evangelio tienen una versión corta y larga. Dependerá de las temperaturas estivales; en Madrid, con toda probabilidad elegiremos la corta.

¡Qué difícil es vivir bien la obediencia, pero cuánto nos libera cuando damos con la tecla adecuada!

Cuando somos niños, experimentamos lo que cuesta hacer bien las cosas. Rápidamente aparece la tentación de no obedecer, que nos lleva, como consecuencia lógica, a mentir para tapar el pufo de la desobediencia, aunque se nos nota a la legua. Un niño tiende al caos porque sus instintos le llevan a lo más placentero, huyendo de aquellas cosas que cuestan. La educación consiste no sólo en enreciar al niño, sino en enseñarle que hacer las cosas bien, aunque cuestan, genera un gozo inefable. Por instinto, el niño no verá gozo en hacer la cama, los deberes o recoger la mesa; pero bien enseñado a pensar en los demás, acabará haciéndolo, aunque a regañadientes.

Sólo en la edad adulta ese niño comprenderá el bien que se escondía detrás de esa obediencia a regañadientes: hacerse la cama, ordenar el tiempo de juego y distracción, vivir con responsabilidad los deberes propios… son todo un proceso de años que comienzan con una obediencia ciega (que no comprende el bien que esconde) para terminar en una obediencia libre (que ha comprendido el bien que se esconde detrás de esas batallas). Pero hasta que se llega a esa conclusión, los padres han pasado un Vietnam…

Esto es el evangelio de hoy: una llamada a ser fieles al Bien, que es Dios, aunque cueste mantenerse firme al pie del cañón. Tenemos que estar vigilantes para que el eterno niño que llevamos dentro no caiga en la mundanidad del corazón y acabe por ir a lo fácil, a lo placentero, a no complicarse la vida. Todo lo contrario: nuestro destino eterno requiere un sacrificio aquí en la tierra. Nuestra elección queda, pues, entre la tierra y el cielo. La primera ofrece «el oro y el moro» inmediatos; el segundo, un camino de obediencia. ¡Cuántos caen en la cárcel de la mundanidad! Queriendo no complicarse en esta vida (desprendiéndose de la codicia, la envidia, la vanidad, la comodidad, la lujuria y el egoísmo), se complican su destino eterno.

Nuestra fidelidad a Cristo y a la Iglesia no puede ser al estilo niño, como quien obedece porque está mandado (y poniendo cara de estar fastidiado). Vivir así sería peor incluso que ser un pagano. Al fin y al cabo, un hijo de reyes que se sintiera desafortunado será no sólo un infeliz, sino un merluzo integral. Pues nosotros somos hijos de Dios y con tal dignidad hemos de vivir nuestra fidelidad: nuestra obediencia no pierde nunca de vista los bienes eternos que ganamos cuando aquí ponemos la mundanidad a raya. Esperamos de lleno la inmortalidad, la vida infinita por los siglos. No hay mayor gozo que el sacrificio por amor. Y no hay mayor gozo el sacrificio por el Amor de los amores, que es Jesús. Esa obediencia por amor imita la obediencia de Cristo al Padre, es un camino de la verdadera libertad. Aquí en la tierra perdemos cosas sin importancia; pero a cambio, ganamos el Cielo, ganamos el Amor.

La elección divina, tema trasversal de las lecturas de hoy, nos complica la vida, bajo una perspectiva mundana. Así ven muchos la vida cristiana: un «ajo y agua»: hay que pensar en los demás, hay que perdonar, hay que poner la otra mejilla; hay que ir a Misa… Pero quien comprende esa elección como una vocación de amor, ve claramente que merece la pena: no hará a regañadientes a lo que debe hacer, sino poniendo todo el corazón en esa cruz de cada día. ¿Que Dios nos complica la vida? ¿Que la religión impide la libertad? Mejor adorar a un Dios que nos hace hijos libres que idolatrar a un dios que busca esclavos.